Por fin había llegado el momento, después de tanto tiempo preparando aquel inevitable enfrentamiento, ya todo estaba dispuesto y nada había en este mundo que pudiese retrasar un instante más tan temible encuentro con lo desconocido. Hombre y bestia frente a frente, dos fuerzas de la naturaleza cara a cara, preparadas para dar lo mejor de sí mismas en mortal combate.
La noche se presentaba fría y fúnebre, como un castillo de cuentos, perfecta para la confrontación tan atroz que estaba por llegar. Todo hacía presagiar la terrible tragedia que se cernía sobre el Universo; de nuevo el eterno conflicto entre el bien y el mal haría que se escribiesen nuevas páginas de la historia, donde valerosos héroes luchan sin cuartel ante las fieras inmundas para establecer la armonía en la tierra y la paz en los corazones de todos los hombres y mujeres de bien.
Sin duda, aquella noche sería diferente a todas la vividas con anterioridad, y supondría un antes y un después en su miserable existencia como humano. Si salía victorioso, le esperaba gloria y fortuna hasta el fin de sus días. Pero si fracasaba, tan sólo podría esperar el olvido más espantoso que precede a la mortificante soledad.
El guerrero intentaba permanecer tranquilo; la luna nueva le proporcionaría cobijo bajo su manto negro de oscuridad. Iba bien armado, y con la conciencia en calma del que conoce su superioridad ante el adversario. Conocía al enemigo, sus hábitos nocturnos y sus debilidades, sabía bien la forma de sorprenderlo en su propio terreno. También conocía el campo de batalla, todos sus rincones, desde los más sombríos hasta los más aptos para asestar el mejor golpe que hiciese morder el polvo a la escurridiza criatura. Nada había que temer... o quizás sí. En verdad sí que había algo que le ensombrecía el ánimo hasta hacerle palidecer: aún no conocía el miedo.
Este era su primer combate cuerpo a cuerpo real, y le aterraba la idea de sentir miedo en mitad de la lucha, cuando se encontrase sumido en la penumbra del territorio elegido para la confrontación final, sintiendo en su espalda el aliento fétido de la bestia hambrienta, presta a saltar sobre su presa y clavarle sus sangrantes colmillos en el cuello. El guerrero no deseaba convertirse en uno de tantos protagonistas de sucesos que veía cada tarde en los telediarios de la primera, mientras almorzaba junto a sus padres. Pero ya era tarde para echarse atrás, y además todos los de su barriada ya lo habían hecho antes que él.
Así que Pedrito encaró la puerta caída de la ruinosa bodega abandonada nada más ocultarse el sol por el horizonte. Comprobó de nuevo que llevaba su viejo tirachinas en el bolsillo trasero del pantalón, tomó el bote lleno de agua donde debía ahogar a la víctima una vez apresada, y penetró tembloroso en el interior del vetusto edificio en busca de algún pobre murciélago que se dejase atrapar inocentemente por un ingenuo y fantasioso muchacho de diez años.
La noche se presentaba fría y fúnebre, como un castillo de cuentos, perfecta para la confrontación tan atroz que estaba por llegar. Todo hacía presagiar la terrible tragedia que se cernía sobre el Universo; de nuevo el eterno conflicto entre el bien y el mal haría que se escribiesen nuevas páginas de la historia, donde valerosos héroes luchan sin cuartel ante las fieras inmundas para establecer la armonía en la tierra y la paz en los corazones de todos los hombres y mujeres de bien.
Sin duda, aquella noche sería diferente a todas la vividas con anterioridad, y supondría un antes y un después en su miserable existencia como humano. Si salía victorioso, le esperaba gloria y fortuna hasta el fin de sus días. Pero si fracasaba, tan sólo podría esperar el olvido más espantoso que precede a la mortificante soledad.
El guerrero intentaba permanecer tranquilo; la luna nueva le proporcionaría cobijo bajo su manto negro de oscuridad. Iba bien armado, y con la conciencia en calma del que conoce su superioridad ante el adversario. Conocía al enemigo, sus hábitos nocturnos y sus debilidades, sabía bien la forma de sorprenderlo en su propio terreno. También conocía el campo de batalla, todos sus rincones, desde los más sombríos hasta los más aptos para asestar el mejor golpe que hiciese morder el polvo a la escurridiza criatura. Nada había que temer... o quizás sí. En verdad sí que había algo que le ensombrecía el ánimo hasta hacerle palidecer: aún no conocía el miedo.
Este era su primer combate cuerpo a cuerpo real, y le aterraba la idea de sentir miedo en mitad de la lucha, cuando se encontrase sumido en la penumbra del territorio elegido para la confrontación final, sintiendo en su espalda el aliento fétido de la bestia hambrienta, presta a saltar sobre su presa y clavarle sus sangrantes colmillos en el cuello. El guerrero no deseaba convertirse en uno de tantos protagonistas de sucesos que veía cada tarde en los telediarios de la primera, mientras almorzaba junto a sus padres. Pero ya era tarde para echarse atrás, y además todos los de su barriada ya lo habían hecho antes que él.
Así que Pedrito encaró la puerta caída de la ruinosa bodega abandonada nada más ocultarse el sol por el horizonte. Comprobó de nuevo que llevaba su viejo tirachinas en el bolsillo trasero del pantalón, tomó el bote lleno de agua donde debía ahogar a la víctima una vez apresada, y penetró tembloroso en el interior del vetusto edificio en busca de algún pobre murciélago que se dejase atrapar inocentemente por un ingenuo y fantasioso muchacho de diez años.
2 comentarios:
PEDRO: Me ha gustado más leerlo que cuando te lo escuché el jueves pasado, seguramente ha sido porque leiste el último y ya estaba saturado de murciélagos, pero el relato es muy bueno y vale la pena que lo hayas colgado en el blog.
jose maría
Este David moderno merecería una estatua como las del Renacimiento. Genial.
Fita
Publicar un comentario