Escribo para ser libre, para volar, para alcanzar horizontes
que no existen,
para inventar mentiras o verdades que no duelan.
Escribo para poner el mundo patas arriba,
darle a mis historias el final que quiera
y mover los hilos de los tiempos a mi antojo.
Escribo para que el presente se vuelva mi pasado
y el pasado se torne futuro si así me complace.
Escribo por lo mismo que subo a un escenario
a representar un personaje. Para vivir muchas vidas en una.
Quizá para transformar en posible lo imposible.
Escribo para tener el poder de asesinar a alguien
y que nunca me descubran, para que un perro me hable,
o un fantasma me cante. Porque sólo escribiendo puedo ver
un hipopótamo cruzando frente al balcón.
Algunas, pocas veces, escribo para hacer un intento,
aunque sea en vano,
de reinventar lo que no tengo.
Escribo porque el desconsuelo ajeno me es humano
y porque la más terrible de mis historias será siempre
menos cruel que la propia vida.
Con certeza escribo para ahuyentar lo que más temo:
a la muerte.
Escribo porque los cuentos son una medicina,
contienen los remedios para reparar
cualquier pulsión perdida.
Nunca me exigen que haga, sea o ponga en práctica algo.
Basta con inventar y que alguien me lea o escuche.
No escribo para hacerme célebre
apenas, con la ilusión de que me lean.
¿Por qué?
Para permanecer más allá de esta vida
y más acá de mi muerte.
Para “vivir” en el verdor que asoma de la nieve,
en los crujientes tallos del maíz de otoño
o en aquel lugar donde los muertos van por un beso.
Porque todo ello permanece en la memoria
y es eterno, si se escribe.
Por eso y por mucho más, escribo.
Silvia Bechler
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