miércoles, 3 de marzo de 2010

CORONAS DEL TIEMPO



Como en años anteriores acudí puntual a la saudade morriñosa de mi tierra. Y como todos los años visité aquel edificio para ver con qué me sorprendía en esta ocasión. Su planta baja se arropaba con los más limpios tonos invernales, la superior se engalanaba de colores y formas surrealistas y ancestrales. Fuera, la lluvia entonaba a capela su canto favorito, eso sí, en DO mayor.

Comencé recorriendo la exposición “Mulleres” de Pacheco. En ella, mientras los grises difuminaban los negros y los blancos se abrían paso entre ambos, nació una colección de 94 fotografías que retrataban, sin maquillaje ni poses artificiosas, a las mujeres de Vigo y alrededores en la primera mitad del siglo xx. En sus rostros, y a través de sus pasos cotidianos, mostraban cómo se derramaba la vida en los caminos, en el puerto, en las calles, en el Berbés, en los patios de recreo, en los hogares, en los lavaderos, por los rincones... Cada una de ellas era un balcón abierto a los distintos universos que vibraban con el mismo compás a pesar de ser interpretados en claves diferentes: la rural, la marinera, la de los barrios, la labrega y el nacimiento de los urbanitas que se multiplicaban al calor de la floreciente industria metalúrgica y conservera.

Mis niñas se detuvieron en una fotografía que mostraba a un grupo de mulleres que bajaban de Beade para vender en el mercado leche, patatas y hortalizas. Su pesada carga descansaba sobre la molida, la rosca de trapo que coronaba sus humildes cabezas. De ellas sobresalía una que llevaba una pequeña cesta de carballo cargada de repollos de verdura que semejaban gigantescas rosas verdes salidas de un cuento y que ascendían hacia el cielo formando una vertiginosa pirámide a las que la fuerza de la gravedad había dejado por imposibles.

Me quedé largamente contemplando aquel regalo. En aquel rostro no se reflejaba ni se entreveía ningún gesto que delatara el peso que soportaba, tampoco en el de sus compañeras de viaje. De pronto, al lado de ellas, se agolparon en dimensiones distintas otras muchas mulleres, incontables, todas las que me acompañan desde la infancia y a las que he visto llevando de la misma manera las patelas rebosantes de pescado, las tinas con comida para los animales, los fardos del campo para las bestias, los cubos con agua fresca para las casas, las canastas con empanadas y pan de millo en las fiestas, los bloques de hielo, la leña recién cortada... Siempre, siempre eran mulleres, las de mi familia, las madres, abuelas y tías de mis amigas, las vecinas, las jóvenes del barrio y las reconocidas y desconocidas que día a día se cruzaban en mi camino. Ellas, siempre ellas, portando el peso sobre sus cabezas, a pie, en tranvía, en barco, en autobús, con lluvia, con frío, con viento, con calor, con niebla, con xiada... Y casi siempre con las manos ocupadas con más carga o sujetando al hijo pequeño que descansaba en su cadera mientras cogían al mayor con la otra mano.

Mulleres que lo mismo eran coronadas con el tesoro de la tierra, de la mar, del monte, de la playa, del campo, del horno. Les daba igual, ellas los elevaban a lo más alto y los transportaban en sus erguidas cabezas con la dignidad de quien sabe que por muy pesada que sea la carga nunca hay que doblegarse.

De regreso, para no volver de vacío y aliviar sus cansadas cabezas, traían los naranjas y amarillos del sol del verano, las grises lágrimas de las nubes en invierno, la sudorosa y fría niebla del otoño y los ramos de olorosos colores de la primavera.

Y en el piso superior, encima de todas nosotras, la genialidad poética y la sensualidad plástica de una muller transgresora, Maruja Mallo, se derramaba en algas sobre nuestras cabezas coronándonos de tiempo.
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Berta
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(fotografía de Luis Casado)

2 comentarios:

genialsiempre dijo...

Que bonito!, casi parece que esté uno dentro de la exposición por el detalle y la vivencia que transmites.

José María

Raquelilla dijo...

Tenías que clickear en la foto, guardarla en tu escritorio, y por último añadirla al texto del blog...
Ra