Cumple un año mi recuerdo.
Hoy lo abro como una cajita de música, con cara de niña, como un tesoro; dejo que se extienda por mi casa, que cubra entero mi día.
Me recojo oliendo de nuevo a lluvia en la tierra, a dulces hebreos y a piedras antigüas... allí sentadita, en una plaza cualquiera, rodeada de calles tejidas por el tiempo. Sitiéndome gratamente pequeña, minúscula, engullida por el pasado fastuoso, miserable, terrible.
Allí recogida, en silencio, con los ojos abiertos para no perderme nada, con pasos de primera vez, amando todo como si fuese mi último día. La ilusión de los Alpes como la de los Reyes Magos abrigándome; están ahí, cerquita. Y yo pequeña.
La fascinante comitiva de máscaras, tétricas, terribles, extrañas... como personajes atrapados voluntariamente en el tiempo, obcecados en permanecer en su Venecia para siempre.
El húmedo aliento de la reina moribunda como imposición absoluta. Pegado a la piel. Sus estertores confundidos con el avance inconmensurable de los trasantlánticos.
Los incomprensibles excesos del fasto: el Palacio y mi enferma admiración, eterna, a la sucesión de salas y pinturas admirables, a los artesonados increíbles, a maravillas que salían de los libros y las enciclopedias y se derramaban al fin ante mis ojos, lascivas.
El tronar de las campanas, el repicar de los truenos, el parque aquel alejado y el café con Mauro. Las historias de Nadia a las diez de la noche, puestas con mimo sobre la mesa de su casita de Mestre; La Divina Comedia enamorándome con sus palabras, la lluvia...
Mis tenderitas de Burano, regordetas, tan chicas... Su caballito de cristal y su sombrilla de Merletto sobre una pobre caja para vender a los turistas, para jugar un rato... Mis tres tenderitas de Burano.
Cuántas caricias al cristal de Murano... intentando volver a mi Venecia...
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