Érase un príncipe sin reino cuya única tristeza, empero, residía en el disgusto provocado por el color de las cosas. Llegaban hasta sus bellos ojos como pálidas o en penumbra. Pensaba: «Es imposible que todo esté tan apagado», e interrogaba por doquier acerca de otras posibilidades cromáticas. «¡Pero si es de día! Si fuera noche cerrada ya veríais la falta de color que gobierna el mundo», era la sorpresiva y sorprendente respuesta que recibía.
Al caer la noche reflexionaba acerca del fingido respeto con que le trataban los demás, pero mirando en derredor sólo percibía una diferencia de matiz respecto a los colores vespertinos.
De sus padres no podía provenir legado alguno en el futuro pues eran campesinos y no conocía reino; así concluyó que había de ser un desterrado, y otra posibilidad no era concebible. No le desasosegaba esta cuestión (como ya se ha dicho), antes bien se sentía intrigado y en estas lides se hallaba cuando a sus oídos llegó la cercana convención de magos en una ciudad vecina.
«Quizás ellos puedan resolver ambas punzadas: mi duda y mi tristeza», y resuelto confeccionó un equipaje cuyo volumen no excedía el de un legajo, que además constituía todas sus posesiones.
Durante el trayecto topóse con gentes honradas, también con ladrones de caminos: todos intentaron sacar provecho de él, y su aprendizaje consistió por tanto en concluir que aquélla debía de ser la actitud natural; y puesto que así era se parecían unos a otros como el día y la noche se asemejaban entre sí ante sus ojos.
La duración del viaje se prolongaba inexplicablemente al tiempo que la senda se hacía más y más angosta: pernoctaba al raso, se alimentaba de frutos silvestres y danzaba o corría según su apetencia, mas el tiempo se iba estirando de manera desmesurada hasta el punto que pronto se vio en la necesidad de inventar entretenimientos. Al principio éstos fueron un pasatiempo sencillo de sílabas correlativas que en el agrandarse de los minutos tomaron la forma de aforismos unas veces, frases ingeniosas en otras ocasiones para concluir siendo poemas muy elaborados. El objeto de los mismos era variadísimo, aunque giraba casi siempre alrededor de sus dos obsesiones; no obstante el tratamiento de las mismas resultaba rico en variantes.
En una de las ocasiones se descubrió a sí mismo componiendo una oda a la doncella que fugazmente había contemplado al pasar por una villa y de quien apenas recordaba las facciones. La desdibujada huella que había perdurado en su mente se fue borrando a medida que abundaba en variantes poéticas hacia la joven, hasta tal punto que llegó un día especialmente gris en el cual no supo, como antes, dibujar su rostro durante los descansos al pie del camino, práctica realizada hasta ese momento.
Pasó entonces a imaginar cómo sería no sólo físicamente sino también en ademanes, gestos ruborizados y arrumacos o confidencias: inventó una suerte de muchacha que no sólo apagaba el dulce ardor cada vez más frecuentemente experimentado en el pecho, también era la llave mágica cuyas propiedades convertían sus dos obsesiones en juegos candorosos que abandonaban su carácter trágico al convertirse en besos de colores que le otorgaban como reinado todo lo existente.
El descubrimiento del amor provocó en él un zumo abrasivo que le penetraba el cerebro y las entrañas: lo que otrora fuese un juego no podía ya ser arrancado de su manera de ser, y al saberse constituido por una limitación más, el joven príncipe concluyó que aquel camino sólo le había servido para aumentar el número de sus obsesiones: hizo recuento de las mismas al atravesar el umbral del lugar donde se celebraba el encuentro de los magos, y allí se supo ya limitado por tres flancos.
La ciudad se encontraba impregnada de un halo de quietud nunca antes experimentado por el joven príncipe; bajo ella fermentaba un bullicio de actividad indescriptible, consistente en intercambios de paisajes mentales. Se formaban espontáneamente grupos de aquéllos cuya afinidad abocaba a parajes desiertos, selváticos o festivos dependiendo del talante de sus componentes.
Con la curiosidad propia del neófito se adentró en el primer grupo al cual le condujo el azar, y en él descubrió formas de amistad inimaginadas mientras callaba sus grandes preguntas esperando la ocasión propicia. Las jornadas se sucedían casi imperceptiblemente entre frenesíes de noches sin dormir gracias a elucubraciones sobre el mundo y su condición, diseccionando con opiniones ajenas y propias cómo son las virtudes de relaciones entre personas, en qué consisten sus defectos y las posibles maneras de subsanarlos.
De este grupo aprendió a dejarse llevar por sus apetencias, el calor de los abrazos (posibles sin necesidad del roce físico), la amplitud de horizonte otorgada por la tolerancia y el placer conseguido a través de opiniones coincidentes. «¿Puede existir un príncipe sin reino?», dejó caer entre sus camaradas al calor de una hoguera cierta noche. «Todos lo somos aquí, y el secreto no reside en buscar un reino tras el horizonte, pues éste se aleja a medida que uno avanza; hay infinitos reinos donde los agrimensores no tienen sentido», le contestaron ojos chispeantes como la hoguera mientras crepitaban ternura.
Alcanzó a pasar cerca de otro grupo no mucho después y quiso el azar llevar al joven a su seno; allí se vio envuelto en una espiral de juegos interminables que le complacieron sobremanera: las ninfas desfilaban ante él rozándole delicadamente con la gasa de sus vestiduras, incitándole a penetrar en sus territorios pero alejándose y acercándose sin seguir lógica alguna, consiguiendo con ello posar en su paladar el rastro de una dulzura inacabada que por sí misma pedía continuidad; los efebos le hacían partícipe de sus riquezas particulares, comunicándole mundos interiores tan apetecibles que merecería cada uno siete vidas de dedicación.
La danza era el estandarte más significativo de sus compañeros, compartida por él con un entusiasmo desconocido e incontrolable, y de esta forma viose sumido en el ritmo de su propio pulso, mezcla ahora de sensualidad y candor. Una mañana radiante ejecutó una danza espontánea, como llevado por fuerzas ajenas. Con ella interrogaba a sus compañeros: «¿Acaso los colores son tenues y los pigmentos del mundo tienen naturaleza apagada, o se trata de un velo que haya en mis ojos?». Al concluirla, de entre sus queridos espectadores surgieron aisladamente una ninfa y un efebo, los dos a quienes más apreciaba, y fueron a juntarse en el centro de la reunión para interpretar voluntades estelares plasmadas en la respuesta que le fue comunicada: «Los más bellos colores no pueden ser contemplados por los ojos, pues tanto los tuyos como todos se hallan velados por no poder disfrutar de su propia visión: solamente nos es dado el pequeño engaño de los espejos, vanidades».
Como colofón de la hermosa pieza, los intérpretes se besaron largamente, y como quiera que el joven apartara la vista para no herir su intimidad, la posó sobre unos faunos por azar transeúntes del paraje: se unió a ellos. Sumergiose con sus nuevos acompañantes dentro de una despreocupación en apariencia total: la única tarea objeto de los desvelos de aquéllos consistía en ejercer libaciones de lo más variopinto con las cuales intentar aventurarse en el universo mismo, o en sí mismos como universo.
El grupo gozaba de un favor natural añadido a las características propias de su edad: el de nunca perder la salud. Gracias a ello los excesos más inverosímiles de los cuales ahora también participaba él se hacían tangibles, pero no como reto de hazañas sino como sucesión natural de acontecimientos.
Comprendió con ellos que sólo aquéllos decididos a pertenecer a este grupo podrían gozar de la comprensión compartida por ellos. Así pudo degustar el amargo fruto de la incomprensión del mundo, pero también la dulzura de su propia divinidad: consistía mayormente ésta en no reconocerse límites, optar a muchachas sin cortapisas y contemplar sus manos con la certeza de no saber a quién pertenecían. Entre los faunos se obraba con un implícito pacto de ayuda o cariño nunca exteriorizados convencionalmente, sino a través de un complejo de signos hermético para quienes nunca hubieran osado traspasar la frontera de la conciencia con tan asaz voluntarismo.
Cuando en cierta ocasión, enajenado, acertó a articular una frase con sentido, se escuchó interrogando retóricamente: «¿Una caracola es el silbo ancestral, llamada de huesos golpeando en mis huesos? ¿Hay fin para la soledad de tumbas palpitantes, o los frutos tropicales dragones alardes sin flechas que me hieran invulnerable, abejas...?», y supo que la carencia de sentido podía ser metáfora o tragedia. La trabazón de su vocabulario le impidió seguir, y casi escuchar el oráculo que no estaba siendo pronunciado por ninguno de los faunos: «Hallar el amor en unos labios ha de ser desde tu nacimiento la razón de tu muerte, o de las vidas que te aguardan y aún desconoces».
Como buenamente pudo se irguió tambaleante y marchose de la ciudad sin rumbo fijo. A medida que se alejaba los días se fueron haciendo más y más cortos, y la celeridad del tiempo le comunicó a su mente la urgencia de las conclusiones.
Se le hizo presente entonces una claridad en la mente nunca antes disfrutada, y supo muchas cosas: la magia de quienes concurrieron a aquel encuentro residía sobre todo en su sabiduría; aunque no se tratase de verdadera magia consistía en una suerte de varita mágica cuyas propiedades se activarían sólo si él era capaz de asumir sus aprendizajes, no como recuerdos sino al trocarlos en presupuestos desde los cuales edificar un sueño; también se hizo la luz en su mente al percatarse de la mentira nunca hasta entonces considerada como tal, a saber: aquello que los demás denominaban día para él no era sino un crepúsculo contemplado de espaldas; así pues sólo restaba desvelar que el territorio tantas veces añorado no podía ser sino la conquista de ese sueño: cada vez más claramente iba siendo un sinónimo del sol.
Ernesto Laguna nos ha enviado este bello y sugerente relato que ha escrito siguiendo la propuesta de ejercicio que publiqué hace unos días aquí. Concretamente se trata del 2º de los ejercicios. De momento ha sido el único que ha hecho esta tarea, ¿alguien más se anima?
Eq
Imágenes de Yuehui Tang, Space Fantasy Art, wallpapers-diq.com, Infopics, lapalma.es
Al caer la noche reflexionaba acerca del fingido respeto con que le trataban los demás, pero mirando en derredor sólo percibía una diferencia de matiz respecto a los colores vespertinos.
De sus padres no podía provenir legado alguno en el futuro pues eran campesinos y no conocía reino; así concluyó que había de ser un desterrado, y otra posibilidad no era concebible. No le desasosegaba esta cuestión (como ya se ha dicho), antes bien se sentía intrigado y en estas lides se hallaba cuando a sus oídos llegó la cercana convención de magos en una ciudad vecina.
«Quizás ellos puedan resolver ambas punzadas: mi duda y mi tristeza», y resuelto confeccionó un equipaje cuyo volumen no excedía el de un legajo, que además constituía todas sus posesiones.
Durante el trayecto topóse con gentes honradas, también con ladrones de caminos: todos intentaron sacar provecho de él, y su aprendizaje consistió por tanto en concluir que aquélla debía de ser la actitud natural; y puesto que así era se parecían unos a otros como el día y la noche se asemejaban entre sí ante sus ojos.
La duración del viaje se prolongaba inexplicablemente al tiempo que la senda se hacía más y más angosta: pernoctaba al raso, se alimentaba de frutos silvestres y danzaba o corría según su apetencia, mas el tiempo se iba estirando de manera desmesurada hasta el punto que pronto se vio en la necesidad de inventar entretenimientos. Al principio éstos fueron un pasatiempo sencillo de sílabas correlativas que en el agrandarse de los minutos tomaron la forma de aforismos unas veces, frases ingeniosas en otras ocasiones para concluir siendo poemas muy elaborados. El objeto de los mismos era variadísimo, aunque giraba casi siempre alrededor de sus dos obsesiones; no obstante el tratamiento de las mismas resultaba rico en variantes.
En una de las ocasiones se descubrió a sí mismo componiendo una oda a la doncella que fugazmente había contemplado al pasar por una villa y de quien apenas recordaba las facciones. La desdibujada huella que había perdurado en su mente se fue borrando a medida que abundaba en variantes poéticas hacia la joven, hasta tal punto que llegó un día especialmente gris en el cual no supo, como antes, dibujar su rostro durante los descansos al pie del camino, práctica realizada hasta ese momento.
Pasó entonces a imaginar cómo sería no sólo físicamente sino también en ademanes, gestos ruborizados y arrumacos o confidencias: inventó una suerte de muchacha que no sólo apagaba el dulce ardor cada vez más frecuentemente experimentado en el pecho, también era la llave mágica cuyas propiedades convertían sus dos obsesiones en juegos candorosos que abandonaban su carácter trágico al convertirse en besos de colores que le otorgaban como reinado todo lo existente.
El descubrimiento del amor provocó en él un zumo abrasivo que le penetraba el cerebro y las entrañas: lo que otrora fuese un juego no podía ya ser arrancado de su manera de ser, y al saberse constituido por una limitación más, el joven príncipe concluyó que aquel camino sólo le había servido para aumentar el número de sus obsesiones: hizo recuento de las mismas al atravesar el umbral del lugar donde se celebraba el encuentro de los magos, y allí se supo ya limitado por tres flancos.
La ciudad se encontraba impregnada de un halo de quietud nunca antes experimentado por el joven príncipe; bajo ella fermentaba un bullicio de actividad indescriptible, consistente en intercambios de paisajes mentales. Se formaban espontáneamente grupos de aquéllos cuya afinidad abocaba a parajes desiertos, selváticos o festivos dependiendo del talante de sus componentes.
Con la curiosidad propia del neófito se adentró en el primer grupo al cual le condujo el azar, y en él descubrió formas de amistad inimaginadas mientras callaba sus grandes preguntas esperando la ocasión propicia. Las jornadas se sucedían casi imperceptiblemente entre frenesíes de noches sin dormir gracias a elucubraciones sobre el mundo y su condición, diseccionando con opiniones ajenas y propias cómo son las virtudes de relaciones entre personas, en qué consisten sus defectos y las posibles maneras de subsanarlos.
De este grupo aprendió a dejarse llevar por sus apetencias, el calor de los abrazos (posibles sin necesidad del roce físico), la amplitud de horizonte otorgada por la tolerancia y el placer conseguido a través de opiniones coincidentes. «¿Puede existir un príncipe sin reino?», dejó caer entre sus camaradas al calor de una hoguera cierta noche. «Todos lo somos aquí, y el secreto no reside en buscar un reino tras el horizonte, pues éste se aleja a medida que uno avanza; hay infinitos reinos donde los agrimensores no tienen sentido», le contestaron ojos chispeantes como la hoguera mientras crepitaban ternura.
Alcanzó a pasar cerca de otro grupo no mucho después y quiso el azar llevar al joven a su seno; allí se vio envuelto en una espiral de juegos interminables que le complacieron sobremanera: las ninfas desfilaban ante él rozándole delicadamente con la gasa de sus vestiduras, incitándole a penetrar en sus territorios pero alejándose y acercándose sin seguir lógica alguna, consiguiendo con ello posar en su paladar el rastro de una dulzura inacabada que por sí misma pedía continuidad; los efebos le hacían partícipe de sus riquezas particulares, comunicándole mundos interiores tan apetecibles que merecería cada uno siete vidas de dedicación.
La danza era el estandarte más significativo de sus compañeros, compartida por él con un entusiasmo desconocido e incontrolable, y de esta forma viose sumido en el ritmo de su propio pulso, mezcla ahora de sensualidad y candor. Una mañana radiante ejecutó una danza espontánea, como llevado por fuerzas ajenas. Con ella interrogaba a sus compañeros: «¿Acaso los colores son tenues y los pigmentos del mundo tienen naturaleza apagada, o se trata de un velo que haya en mis ojos?». Al concluirla, de entre sus queridos espectadores surgieron aisladamente una ninfa y un efebo, los dos a quienes más apreciaba, y fueron a juntarse en el centro de la reunión para interpretar voluntades estelares plasmadas en la respuesta que le fue comunicada: «Los más bellos colores no pueden ser contemplados por los ojos, pues tanto los tuyos como todos se hallan velados por no poder disfrutar de su propia visión: solamente nos es dado el pequeño engaño de los espejos, vanidades».
Como colofón de la hermosa pieza, los intérpretes se besaron largamente, y como quiera que el joven apartara la vista para no herir su intimidad, la posó sobre unos faunos por azar transeúntes del paraje: se unió a ellos. Sumergiose con sus nuevos acompañantes dentro de una despreocupación en apariencia total: la única tarea objeto de los desvelos de aquéllos consistía en ejercer libaciones de lo más variopinto con las cuales intentar aventurarse en el universo mismo, o en sí mismos como universo.
El grupo gozaba de un favor natural añadido a las características propias de su edad: el de nunca perder la salud. Gracias a ello los excesos más inverosímiles de los cuales ahora también participaba él se hacían tangibles, pero no como reto de hazañas sino como sucesión natural de acontecimientos.
Comprendió con ellos que sólo aquéllos decididos a pertenecer a este grupo podrían gozar de la comprensión compartida por ellos. Así pudo degustar el amargo fruto de la incomprensión del mundo, pero también la dulzura de su propia divinidad: consistía mayormente ésta en no reconocerse límites, optar a muchachas sin cortapisas y contemplar sus manos con la certeza de no saber a quién pertenecían. Entre los faunos se obraba con un implícito pacto de ayuda o cariño nunca exteriorizados convencionalmente, sino a través de un complejo de signos hermético para quienes nunca hubieran osado traspasar la frontera de la conciencia con tan asaz voluntarismo.
Cuando en cierta ocasión, enajenado, acertó a articular una frase con sentido, se escuchó interrogando retóricamente: «¿Una caracola es el silbo ancestral, llamada de huesos golpeando en mis huesos? ¿Hay fin para la soledad de tumbas palpitantes, o los frutos tropicales dragones alardes sin flechas que me hieran invulnerable, abejas...?», y supo que la carencia de sentido podía ser metáfora o tragedia. La trabazón de su vocabulario le impidió seguir, y casi escuchar el oráculo que no estaba siendo pronunciado por ninguno de los faunos: «Hallar el amor en unos labios ha de ser desde tu nacimiento la razón de tu muerte, o de las vidas que te aguardan y aún desconoces».
Como buenamente pudo se irguió tambaleante y marchose de la ciudad sin rumbo fijo. A medida que se alejaba los días se fueron haciendo más y más cortos, y la celeridad del tiempo le comunicó a su mente la urgencia de las conclusiones.
Se le hizo presente entonces una claridad en la mente nunca antes disfrutada, y supo muchas cosas: la magia de quienes concurrieron a aquel encuentro residía sobre todo en su sabiduría; aunque no se tratase de verdadera magia consistía en una suerte de varita mágica cuyas propiedades se activarían sólo si él era capaz de asumir sus aprendizajes, no como recuerdos sino al trocarlos en presupuestos desde los cuales edificar un sueño; también se hizo la luz en su mente al percatarse de la mentira nunca hasta entonces considerada como tal, a saber: aquello que los demás denominaban día para él no era sino un crepúsculo contemplado de espaldas; así pues sólo restaba desvelar que el territorio tantas veces añorado no podía ser sino la conquista de ese sueño: cada vez más claramente iba siendo un sinónimo del sol.
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Ernesto Laguna nos ha enviado este bello y sugerente relato que ha escrito siguiendo la propuesta de ejercicio que publiqué hace unos días aquí. Concretamente se trata del 2º de los ejercicios. De momento ha sido el único que ha hecho esta tarea, ¿alguien más se anima?
Eq
Imágenes de Yuehui Tang, Space Fantasy Art, wallpapers-diq.com, Infopics, lapalma.es
2 comentarios:
mágico y delicado relato...
Es todo un placer contribuir a vuestra sopa de letras... saludos para tod@s.
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