Cuando me detuve la primera vez ante la estantería de las especias, tenía 20 años. Estaba equipando de alimentos la casa donde viviría a partir de aquél momento; un coqueto chalet a las afueras de la población, entre árboles y olor a piñones. Metí en el carro del híper, toda llenita de ilusión, tarros de pimienta, canela, pimentón y clavos. Todos eran de la marca Carmencita, esa niña con sombrero cordobés. Cuando llegué a casa los abrí uno a uno para embriagarme con el aroma de cada una de esas semillas, y recuerdo, con los ojos cerrados, que el olor a clavos inundó todo mi ser, sacando de mi garganta un murmullo de gata sobre un tejado de zinc caliente. A partir de ese día, la ventana de mi cocina abría sus alas y dejaba volar los vapores que desprendían mis ollas, inundando de aroma las calles del pinar donde vivíamos.
Recuerdo cuando usé la canela por primera vez: fue para el arroz con leche. El pimentón para las zanahorias aliñadas. La pimienta para los filetes con ajitos y vino blanco, y los clavos para ponérselo al arroz con pollo o con carne. Mi abuela siempre le ponía un clavo a esa receta, y todas las mujeres de nuestra familia seguimos usándolo generación tras generación.
Parece que oigo aún la voz fina y divertida de mi hijo pequeño cuando me decía ante su plato: “Mami, otra vez me ha tocado el esclavo” O la manita diminuta y regordeta de mi hija colocando la especia en el filo de plato, con el esmero refinado de una mujer adulta en el cuerpo de una niña.
Ayer usé el último clavo del tarro, olía igual de intenso que el primer día. Cuando lo ví vacío me quedé mirándolo sin saber qué hacer con él. Ese tarro ha pasado por tres mudanzas, observando desde su estantería cómo se nos cumplían sueños, otros no, cómo los niños se han hecho adultos. Ha visto nacer y morir a varias mascotas. Ha aromatizado platos cocinados con mucho amor para días de domingo compartidos en familia, o en cenas con amigos. Ha visto crecer mis patas de gallo a su alrededor, mientras tarareaba las mismas canciones, removiendo la cuchara de madera sobre las ollas de porcelana….
Ese tarrito y yo hemos aderezado cientos de pollos, unas cuantas fuentes de arroz con leche y casi todas las zanahorias de la ciudad donde vivo…
Ayer lo tiré vacío al cubo de basura…Le lloré, era parte de mi vida, de nuestras vidas. Ha vivido conmigo más de la mitad de mís días.
Para quitarme la pena fui al híper y compré otro tarro de clavos. Cuando llegué a casa repetí el mismo acto: destapé el tapón y el aroma me convirtió en la veinte añera que fui aquella vez.
Un clavo saca otro clavo…Eso dicen, y aquí se cumplió, aunque siempre le guardaré luto.
Luciérnagacuriosa.
11 comentarios:
Que bonito, así vale la pena morir "clavada". Espero que los ardores de estómago te dejen dormi
Se puede morir clavada de varias formas, todas placenteras espero, jajajajaja!! para el ardor de estómago, un almax y listo ;)
Que bonito y que entrañable. Y sobre todo qué sensibilidad la tuya que eres capaz de sentir apego por muestras tan baladíes de pasado. Me transmite buenas vibraciones la gente que se detiene en los detalles mínimos, los que pasan desapercibidos para el resto de los mortales. Muy bien compañera. Un beso.
Gracias Carmen, Gracias Asteroide. Sé que vosotros también os parais en cosas pequeñas y entrañables que nos rodean a diario. Besitos!!
Bueno, voy a ser abogado del diablo, te criticaré tu texto en plan literario y sin favoritismos amistosos, de forma neutral, ahí va eso: ¡Diooooo... qué bueno tíaaaaa...!
Lo has descrito muy bien. Casi se puede decir que hemos olido esos platos y hemos flotado a través de tu ventana cabalgando en los aromas. Por cierto, mira la fecha de caducidad y cambia de vez en cuando de tarrito, muhé, no seah asín.
Gracias Antoñín!! Lo de la fecha de caducidad la miré antes de tirar el tarrito y ni se veía. Creo que en el jurásico (tiempo del tarro) no ponían límite a las cosas del comer. La forma de averiguarlo era mirar si tenía moho o no, simplemente, jajajajaja!!
No te puedes imaginar lo que he olido y disfrutado tu texto. Yo me paso todos los días combinando la infinidad de tarritos que tengo siempre a mano, tanto en la cocina de mi casa, como en la del trabajo. Es un acto mágico, aún utilizando las mismas especies, la manera de mezclarlas y las variaciones en las proporciones hace que la cocina sea algo especial, y que tu estado emocional influya en el resultado. Yo no podría vivir sin utilizar especias, por eso tu texto me ha envuelto como el aroma de estos diminutos condimentos. Chica, como todo lo que escribes, maravilloso, tierno y muy aromático.
He entrado dentro de una cocina ficticia, viviendo cada detalle como propio.He sentido formas y olores.
Ese olor a clavo tan penetrante me recuerda a un collar que me regalaron en el Záhara. Desde entonces, el clavo para mi, se convirtió en una joya olorosa.
Ana, sabía que disfrutarías con este relato, se de tu amor por la cocina y las especias. Gracias.
Asun, mil gracias por tus bonitas palabras. Y qué lujo tener una joya perfumada, es más lujo aún.
Descubro tu blog y me quedo entre tus palabras.
Un beso.
Muy bueno Luciérnaga, lo has clavado xD Estos clavos sí que me gustan y no los de semana santa. Así da gusto estar clavado al pasado. Le has dado la vuelta a la expresión que suele usarse para temas más deprimentristoncios.
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