lunes, 11 de febrero de 2008
MELOCOTONES
En el verano de dos mil ocho yo era joven y para colmo formaba parte de uno de los grupos más codiciados por las grupys de Cádiz, la banda de músicos y trovadores que revolucionó el pensamiento vigente de aquella época donde el fenómeno de la globalización económica unido a la locura mediática, hacían que Cádiz pareciera más un erial que tierra de romanos y fenicios. Aquel año fue el año en que mi autoestima ascendió tan alto que casi raya los surcos más profundo del infinitamente cercano cielo marinero. Aquel año canté con Los Mendas Lerendas ¡ahí con dos cojones! Aquella comparsa hizo estragos con el publico femenino, teníamos más éxito con las mujere que las de Martínez Ares años atrás, incluso Los Beatles de Cádiz se quedaba en Dodotis a nuestra vera verita vera, hasta en la retransmisión de la final del Falla, el locutor hizo referencia a nuestro gancho, y dijo casi las mismas cosas que estoy diciendo yo aquí ahora.
Un día cualquiera del verano de dos mil ocho aterrizamos en Tokio con el fin de realizar una serie de galas, organizadas por la Junta de Andalucía por todo el país nipón. El leitmotiv de aquella gira era ni más ni menos, que promocionar la butifarra de Chiclana, que casualidad Chiclana, justo donde estamos en este preciso momento.
Cuando llegamos por fin al hotel, era ya la hora de la cena, yo fui a cenar solo pues el resto de los comparsistas se quedaron en el lobby bebiendo y cantando la presentación
Mientras Antonio Bienvenido, no dejaba de tocar el acordeón ni a la de tres. Y allí en aquel elegante buffet con manjares japoneses, comenzó la noche más eróticofestiva de toda mi vida.
La joven camarera japonesa se acercó hasta mi mesa para tomar nota de mi bebida; me puse tan nervioso que le pedí una cerveza sin alcohol caliente y dos melocotones, mientras observaba atónito como se marcaban sus pequeños pechos bajo su camisa de seda, ¡¡¡viva el Japón!!! Pensé sin dejar de mirarla como un viejo verde.
-¿Es usted español señor? –me preguntó pronunciando la R de señor; cosa que me sorprendió bastante. –si señora, soy del sur de España, de Andalucía y vengo con mi gente a cantar por lo de la butifarra, ya sabe, la promoción. -¿de que parte de Andalucía es usted? –soy de Cádiz una bonita ciudad con entidad propia, muy carnavalera, poco torera, poco flamenca, nada rociera, en fin una ciudad del sur muy poco andaluza y con mucha honra –sentencié en un arrebato de paranoia gadita.
-Ustedes los gaditanos son unos arrogantes –repuso la japonesa. –Como buena asiática soy una amante de las cosas de Andalucía, de su flamenco, de sus toros y de sus romerias. Amo las sevillanas y las bulerías. –Dijo a gritos y sin dejar de mirarme de forma inquisidora. –ustedes los gaditanos han destruido las alegrías, y hasta los cantes de ida y vuelta. Ustedes han borrado de la memoria colectiva nombres tan ilustres como Chano Lobato o Juanito Villar. Aprendan de sus vecinos jerezanos, ellos si que llevan Andalucía a gala. –Joder esta tía sabe más de mi tierra que yo –pensé totalmente sorprendido. La verdad es que con ese tono violento y enérgico con el que me estaba hablando, empezaba yo a excitarme; sexualmente quiero decir ¡que me estaba poniendo cachondo vaya¡ Siempre me han atraído las orientales, las del chino de la avenida me daban un morbo tremendo, por eso mi adicción desmedida a los rollitos de primavera y al arroz cantones. La hermosa y pálida mujer no dejaba de hablar, y yo la agarre por los hombros y la besé allí mismo. Nuestras lenguas comenzaron una violenta y lujuriosa lucha, parecíamos sendos guerreros de sumo en pleno combate de odio y deseo.
A la mañana siguiente Akemi, que es como se llamaba la bella camarera, decidió enseñarme la ciudad de Tokio. Estuvimos en los lugares más emblemáticos, visitamos la universidad de keio, paseamos por Shinjuku Occidental el gran centro financiero de Japón, también fuimos a la famosa torre de los impuestos, sede del ayuntamiento de Tokio y finalizamos nuestra visita en el santuario de Asakusa. Tras pasar una mañana interesante comimos en un restaurante de La Ciudad de la Opera. Devoramos un riquísimo Oden, que consistía en un riquísimo plato a base de pescado; sin duda el manjar tokiota más popular en el mundo.
- ¿ Qué te parece si vamos a un pequeño hotel de la ciudad?-me sugirió Akemi con exótica malicia; aunque ustedes no lo crean el que les habla jamás se acuesta con una mujer la primera cita, intento hacerlo la segunda; pero esta vez no, compréndanlo, una mujer como Akemi jamás se fijaría en mi, esa oportunidad solo la tendria una vez en mi vida; y así fue realmente.
Akemi dejó caer su vestido de seda quedándose desnuda ante mi, su piel pálida se me antojaba visualmente suave, en ese momento creí poderla acariciar tan solo con la mirada, una potente erección hizo que mi pene se tornara poderoso e implacable como el símbolo fálico de una tribu remota. El suave vello con forma de codiciado sendero
Bajaba desde su ombligo hasta desembocar en la fuerte alambrada de su sexo, como protegiendo la suave flor de loto que yo tanto deseaba devorar, mordí sus melocotones, bebí su almíbar amargo, lamí los pequeños dedos de sus pies, que resultaron ser resortes que abrieran puertas de más y más placer, mis dedos se hundían en su húmeda llaga y los latigazos incandescentes de mi lengua endurecían sus frutos hasta alcanzar la textura de las rocas. Explotamos de gozo, nos derramamos de lujuria uno en el otro; y después abrazados y en silencio oímos juntos, la leve melodía del germen del amor, casi imperceptible pero latente allí, entre los dos en aquella mísera alcoba de hotel barato.
Ha pasado algún tiempo desde aquella “leyenda oriental” así es como me gusta llamar a aquel sabroso fragmento de mi vida. Ya no canto en comparsas atractivas y pintorescas, he engordado unos treinta kilos, ya no hago el amor salvajemente con bellezas orientales de pálidos pezones y terso erotismo, y para colmo soy componente del coro de Julio Pardo, y si les parece poco, les diré que canto de bajo y además mi gran obsesión ya no es la lujuria sino la gula, en los últimos años me he aficionado a participar en casi todos los eventos gastronómicos gratuitos que se celebran en Cádiz: hotionada, herizada, pestiñada, panizada y algúna jornada culinaria organizada por el restaurante El Faro, de esas que te pones hasta las cejas de babetas con caballa.
En fin, creo que no les he dicho mi nombre, me llamo Candelario porque nací en la plaza de Candelaria; pero a mi amante japonesa le dije que me llamaba Ernesto; lo encontraba más bonito.
ANTONIO FASSA
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4 comentarios:
Por lo que leo, parece como si hubieras visitado aquel remoto lugar asiático, valgame el cielo, QUE ENVIDIAAAA.
No hija, no lo he visitado en mi vida; es que el GOOGLE hace milagros. Lo de la foto de la abuela obscena de Antoñín también es un milagro del GOOGLE.
Un saludoooooooooooooooo Raquelillaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.
Madre mía, qué subidón me ha dado leyendo esto. Cuando lo leas en clase a más de uno se le va a caer la baba (a mí no porque ya estaré preparado).
Bueno me voy que ya es la hora de comer y el chino debe de estar a punto de abrir.
Hasta mañana.
Yo creo que se llama Candelario por lo de candela... (calentito, vamos...), no por lo de Candelaria, je je je. Muy bueno, Antonio.
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