En una triste tarde de otoño, jugamos en el patio terrizo del internado. Tras la exigua merienda, tenemos una hora de recreo cuando el sol se prepara para iniciar el ritual de su despedida. Los mayores juegan al futbol en un espacio en que los pocos restos de unas líneas de cal que un día lo delimitaban, así como las dos porterías metálicas le dan cierto porte reglamentario. Los más pequeños, entrecruzan como pueden sus imaginarios terrenos de juego, con los confines de cuatro montículos hechos con piedras y algún que otro jersey a modo de porterías. Resulta paradójico que en un lugar donde la austeridad roza lo precario, abunden los balones de futbol.
Algunos miembros de la comunidad, se hacen visibles para que todo transcurra según la norma. Así, el rector, con su casi imperceptible renqueo, pasea bajo los pórticos que sirven de antesala al campo de deportes, leyendo su pequeño breviario. Un clérigo joven, se alinea en uno de los equipos de los alumnos mayores y con su sotana remangada, se afana como el que más, en dar patadas al balón. Los dos coadjutores, conversan animadamente mientras pasean por la periferia del patio, a resguardo de un posible pelotazo. Parecen distraídos con sus asuntos, pero están siempre vigilantes.
Prohíben por lesivo, el contacto entre alumnos de diferentes edades, el echar el brazo sobre el hombro del compañero lo consideran rechazable y en los recreos es obligatorio jugar no vale pasear o conversar.
<< El niño que no juega en el patio, o está enfermo del cuerpo o lo está del alma. Si está enfermo del cuerpo debe ir a la enfermería, y si lo está del alma al confesionario>> esta máxima la repite machaconamente el cura responsable de la disciplina cada viernes, en la lectura de las notas de conducta. Son guardianes de la pureza de sus pupilos, pero mi connatural insomnio, me descubre su repugnante doble moral.
Aunque negado y desganado para jugar a la pelota, el miedo a las repercusiones de una mala nota en conducta, me conmina a dar algunas carreras de simulación. Un conocido pitido en la lejanía me detiene, subo a los tres alargados escalones de cemento que hacen de gradería, para salvar la tapia que circunda el colegio y veo en lontananza avanzar el tren. Lo contemplo absorto durante el trayecto hasta su parada en la estación, a pocos metros de donde me encuentro, va en dirección a Cádiz. Por un momento sueño con estar dentro y en media hora regresar a mi entorno con los míos, así como jugando con mis amigos a lo que me gusta. Ahora el silbido atiplado del ferrobús anunciando su partida, me devuelve a la terca realidad. La pena comienza a hacerse patente en mis ojos, pero me trago las lágrimas; soy un hombre, en mis útiles de aseo, mi madre, como indicaba la circular, me ha incluido los avíos de afeitar, aún no los he usado porque no me crece la barba, pero ya soy un hombre y los hombres dicen, que no deben llorar.
JUAN
5 comentarios:
Mis aplausos Juan. Nos estás haciendo revivir contigo tu infernal internado.
Habéis coincidido Antonio y tú en el sonido a remomorar.
Gracias Juan, es un texto de calidad, a la vez que bonito.
José María
Se me hace tan familiar... La de cosas que llevan dentro los que han "sufrido" un internado en su niñez. Pero... ¿sabes una cosa? A algunos, como es tu caso, esos cabrones no consiguieron doblegarlos, muy al contrario, tan sólo consiguieron que desarrollaran una sensibilidad especial. Hermosamente narrado Juan.
Antoñín
Eso es lo que yo creo que les pasa a la mayoría que sufren el yugo de una enseñanza a palos, yo también tuve una experiencia parecida y desde luego tomé un rumbo muy distinto al que pretendían inculcarme. Bellísimo relato, Juan.
Bello relato, Juan. La educación ha cambiado por fortuna. Sin embargo hay otras cosas que no cambian: eso de los jerseys haciendo de porterías sobrevivirá por muchos años, por más pistas que se construyan. Lo describes tan bien que es que parece que lo estoy viendo. El final me ha emocionado Juan, toda una metáfora.
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