miércoles, 11 de julio de 2007

Dulces sueños


Juan llegó a su casa casi anocheciendo. Aun no se había inventado el feliz avance laboral de la jornada intensiva de verano. Se lavó un poco la cara y los brazos e intentó quitarse algo del cemento impregnado en su piel a lo largo del duro y caluroso día. Nada más entrar en el salón se sentó delante de la mesa y casi sin intercambiar comentario alguno con su mujer se dispuso a sorber ruidosamente la cuchara llena de gazpacho recién hecho.

Cuando acabó con el rebosante plato se dirigió al sofá con movimientos torpes y la camisa desabrochada dejando a la vista su oronda barriga, incomprensiblemente blanca comparada con la negrura de su cara y sus brazos cuarteados por el sol. Se sentó un rato para oír el parte en la radio, pero la mezcla de su cansancio con el soniquete de aquel vetusto aparato resulto ser un inmejorable somnífero. Su cabeza cayó hacia atrás en un movimiento seco y esnuncante para terminar apoyándose sobre el respaldo del sofá de escay. Casi instantáneamente aparecieron los ronquidos que llenaron el salón de un rítmico y estruendoso ronroneo.

Maruja, como cada noche, le dio un cariñoso y chirriante grito para indicarle tajantemente: “¡A dormir a la cama!”. Juan se levantó con el pañito de croché pegado en la sudorosa calva y se dirigió tambaleante al dormitorio. Al pasar junto a su mujer ni siquiera se percató del rápido gesto de ella para quitarle el pañito que le colgaba sobre la nuca. Se desnudó a trancas y barrancas y se dejó caer en calzoncillos sobre la cama. Se quedó traspuesto enseguida. No llegó a oír siquiera el ruido que venía de la calle producido por unos niños que jugaban a la pelota. En unos segundos dormía ya plácidamente. De repente un enorme grito a todo pulmón le arrancó de los confortables brazos de Morfeo. Dio un terrible respingo hacia arriba incorporándose de la cama y sentándole sobre la misma con las piernas abiertas, los ojos como platos y la boca entreabierta del susto. Miró a la ventana de donde procedía el enorme berrido. Solo pudo reconocer el enorme trasero de su mujer que asomada hacia la calle le gritaba a los niños que jugaban con la pelota: “¡¡¡Niñoooooooooos!!! ¡¡¡Dejad ya la pelotita que vais a despertar a mi marido!!!”

El corazón de Juan comenzó a calmarse poco a poco. El susto recibido le evitaba coger el sueño de nuevo, pero le resultaba reconfortante disfrutar de su enorme suerte. No todo el mundo podía disponer de tan efectiva guardiana de sus dulces sueños.
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Antoñín

3 comentarios:

Raquelilla dijo...

Y en la vigilia de su merecido descanso empezó a sobresalir de su comisura un hilillo blancuzco que, como un yoyó, subió y bajó al ritmo de cada inspiración; reflejo de sus sueños.
Como siempre, de una vida real y cotidiana haces una obra de arte, joio.
Ra

Escuela de Letras Libres dijo...

Me gusta mucho Antoñín como retratas las estampas que se suceden en el día a día que no echamos ni cuenta.

Eva.

Escuela de Letras Libres dijo...

Y lo del pañito de croché pegao, que arte hijo.

Eva.