Tuve que matarla sobre las cuatro de la mañana. Había estado toda la noche importunándome, haciéndome despertar a cada instante, y aquella noche estaba excesivamente cansado. No lo pude remediar ya cuando chupeteó en mi oreja. No sé que me pasa con la oreja, no puedo soportar incluso que me la toquen. Eso me hizo despertar de lo más nervioso y dando un respingo la asusté tanto que literalmente salió volando de la cama.
La perseguí por la habitación, grande como una plaza, entre los muebles y alrededor del lecho, pero se escabullía con femenina habilidad. La perseguía con la única intensión de matarla, llevando en la mano lo primero que pude encontrar, un cojín duro como una piedra que llevaba años de adorno en la cama, como mi matrimonio, y una vez cansada y quieta, del primer golpe que le asesté cayó al suelo.
Yo diría que estaba muerta por que no se movía. Tuvo mala suerte, al poco rato seguía sin moverse. No derramó sangre alguna, mejor, si no, hubiera tenido que lavar el edredón nuevo que acababa de estrenar.
Apagué la luz de la lámpara y me volví a acostar. A la mañana desperté y vi su cadáver encogido, como un punto y coma, en el suelo. Me levanté y fui a desayunar, con un sentimiento no de culpa, sino raro. Subí ya totalmente repuesto y descansado llevando un cepillo y un recogedor y barrí aquella nocturna impertinencia.
Fue la primera vez, aunque en defensa propia, que maté a una mosca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario