Tras la celebración de las elecciones, resurgen con mayor intensidad las acuciantes preguntas que nos han inquietado durante los últimos tres años: ¿se resolverán los problemas económicos y sociales que han determinado el fracaso del PSOE y el triunfo del PP? ¿Estaremos situados ante un nuevo período luminoso o seguiremos caminado por la oscura senda de un túnel sin fin? Los más pesimistas auguran la inminencia de un tiempo tenebroso, y algunos, incluso, afirman que perciben claros indicios de posibles catástrofes. Los más optimistas, por el contrario, tratan de tranquilizarnos presagiando una era dorada, gracias especialmente a la confianza que los cambios políticos generarán en los inmisericordes mercados.
En mi opinión, la ambigüedad extrema con la que los especialistas diseñan el futuro y, en consecuencia, su incapacidad manifiesta para lanzar profecías creíbles hacen que resulte aventurado formular unos pronósticos esperanzadores cuando ni siquiera conocemos las reglas de ese juego en el que, de hecho, sólo algunos participan. Por esta razón lo que más me preocupa, en estos momentos de inseguridad, es el riesgo de que se genere una actitud de indolencia, esa apatía que, para bien o para mal, nos deja indiferentes ante lo que pueda suceder en un futuro siempre demasiado lejano en el que la gran mayoría no podemos intervenir. Aún no sé si los nuevos líderes serán capaces de generar unos imprescindibles “valores de ilusión” que nos ayuden a hacer frente a la invasión de derrotismo.
Además de fórmulas técnicas, necesitamos el impulso de entusiasmo para luchar contra el viento arrasador del desánimo y contra la marea negra del pesimismo. Por muy anacrónico que en estos momentos nos resulten, sigo convencido de que, para luchar y para vencer, son imprescindibles unas inyecciones de utopías sociales o ilustradas. No podemos conformarnos con los impulsos generados por la codicia, un envite que, por sí solo, únicamente reproduce el baile alrededor del Becerro de Oro al ritmo frenético y continuo de un presente vacío. Mucho me temo que, en el horizonte inmediato, este ídolo brillante y cruel sea el único capaz de ocupar ese altar que se ha quedado vacío. Ojalá sea posible que, a pesar de los oscuros nubarrones, se esté incubando un nuevo sistema de valores –éticos y estéticos-, que sea capaz de ocupar el altar del dios desconocido. No perdamos de vista que, de la naturaleza de ese ídolo, dependerá la posibilidad de seguir a oscuras o de dirigir el rumbo hacia un esperanzador renacer.
José Antonio Hernández Guerrero
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