O el fin del mundo o la salvación definitiva. Extraños augurios parecían vaticinar o lo uno o lo otro. Los pastores contemplaban pasmados aquellos extraños copos blancos que caían del cielo. Ni los más viejos del lugar recordaban haberlos visto jamás alfombrando el suelo de las áridas tierras de Belén. Tampoco se explicaban de dónde habían salido aquellas gallinas tan raras con las plumas negras y la cabeza calva, que parecían proceder del otro lado del mundo. Por si fuera poco, entre las piedras de aquellos caminos tan alejados de la playa, se veían conchas marinas e inesperadas caracolas. Del suelo habían brotado plantas con unos extraños frutos redondos y rojos y otros más alargados con muchos granos amarillos muy apretados entre ellos. A todos les parecieron plantas venenosas y nadie se había atrevido a probar aquellos frutos. ¡Una plaga! exclamaban aterrorizados los agoreros.

Lo confirmó la llegada de la que los pastores vieron como la encarnación del demonio. Era una mujer muy alta, de piernas espigadas, con una especie de túnica corta y ceñida que apenas ocultaba su desnudez. Llevaba un letrero grabado en la piel de la espalda que no se podía leer bien porque lo tapaba su melena rubia y larga. Entre los mechones se lograban distinguir las letras B y a. Los miembros de la infernal mujer eran muy rígidos y tenía un rictus sonriente tan forzado que sembraba la inquietud en quien la miraba. Iba saltando y derribando casas, pozos y palmeras, lanzaba piedras por los aires, tumbaba a hombres y mujeres, arrancaba sin inmutarse trozos del suelo ¡y hasta del mismo río!, aplastaba animales, incluso volaba a su antojo, arrugaba el cielo, rompía nubes y montes del horizonte… Su furia destructiva no tenía final. Hasta que de pronto una voz como surgida de otro mundo aplacó su ira de súbito: “¡Ay por Dios! Ya ha llegado a Belén el huracán Virginia. ¡Las niñas buenas no juegan así! Pero Daniel, vamos a ver, ¿por qué dejas a tu hermana sola con el portal?”
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