martes, 29 de enero de 2008

Cuando el cadáver de la abuela comenzó a oler mal, decidimos sin demasiados remilgos que abría que sacarla fuera de casa; bueno lo decidimos la mayoría ya que mi hermano Carlos siempre andaba buscando tres patas al gato, creo que estaba obsesionado
con la justicia, quizás por su condición de abogado o quizás fuese por algo genético ya que mi padre era un poco así como el. Tía Margarita decía que no pensaba gastarse ni una perra gorda en entierros, y mamá la apoyaba en todo lo que ella argumentaba. Yo no tenía opinión al respecto, no se si porque era muy joven o por que en el fondo nunca tuve las cosas demasiado claras. Así transcurrió aquella mañana calurosa de Agosto con todos los elementos climatológicos necesarios para acelerar aun más el proceso de descomposición del cuerpo inerte de mi difunta abuela.
Entre los tres, tía Margarita, mamá y yo sacamos a la abuela hasta el establo. Mi hermano se negó a colaborar, lo único que hacía era largar un solemne discurso que si mal no recuerdo versaba sobre autopsias y moralidad. Tía Margarita dijo que la mejor opción sería quemarla en el pajar, que eso no era malo, que ella había visto en la tele a unos curas color butano que quemaban a sus muertos para que no apestaran y para más INRI, les salía de balde y encima resucitaban, igualito que los nuestros, que de todos los enterrados solo resucitó uno. Mamá asentía mientras tía Margarita hablaba, bueno en realidad siempre lo hacía, parecía querer fortalecer más aun las teorías de su inseparable hermana con esos enérgicos movimientos de cabeza.
Fui yo el que ejecutó la doméstica incineración de mi difunta abuela rociándola con Varón Dandy, que era el único líquido medio inflamable que tenía a mi alcance. Mientras la abuela ardía en llamas como arden esos fundamentalistas a lo bonzo en plazas públicas.
Carlos no callaba ni a la de tres, su discurso cada vez se me antojaba más agrio, hablaba de moralidad y de civismo incluso de pecados capitales, parecía más un seminarista que un estudiante de derecho. Mamá y tía Margarita para colmo se arrodillaron y comenzaron a rezar una extraña oración. Aquello empezó a tomar la apariencia de una secta de supersticiosas, de esas que prohíbe la iglesia. El cielo se tiñó de negro, pero negro de verdad.
Los vecinos del pueblo empezaron a congregarse en la puerta de nuestra casa, la sirena de los bomberos se acercaba implacablemente, la guardia civil nos detenían a todos menos a mi hermano, que quedó automáticamente exonerado; que demonios le diría a los agentes.
Han pasado más de treinta años desde que sucedieron estos macabros episodios y todavía mi familia conserva el apodo de los demonios. Todos salvo mi hermano Carlos.


Antonio Fassa

1 comentario:

Raquelilla dijo...

Que me gustó el regustillo a Varón Dandy que dejó tu relato el otro día, menos mal que te reenganchaste con el taller.