domingo, 8 de abril de 2007

El lápiz mágico



Gregorio Céspedes entró en clase el primero, como cada mañana. Se sentó frente a la mesa del profesor y puso sobre el pupitre su cuaderno y su lápiz, su único cuaderno para todas las asignaturas, como cada mañana. Su pelo grasiento, alisado por el flequillo y encrestado en la coronilla era motivo de unas risas que él fingía no oír a su espalda. Todos pensábamos que se aislaba voluntariamente, aun no habíamos aprendido que la timidez puede llegar a ser como un puente hundido en aguas turbulentas e infranqueables. El asa que le unía a la realidad era sus gafas, grandes, cuadradas, gruesas… no solo porque solo con ellas puestas tenía alguna posibilidad de ver algo, sino porque el gesto al que recurría cada vez que se ponía nervioso era quitárselas pausadamente y limpiarlas con su toallita. A veces he pensado que con ese gesto nos hacía ver su debilidad para conseguir nuestra indulgencia, y doy fe de que lo conseguía, misteriosamente teníamos todos un tierno afecto hacia él. Todos menos algún que otro profesor, sobre todo Don Eduardo, el de literatura.

Don Eduardo era un hombre culto, presumía de haber sido alumno de Don Dámaso Alonso, y su eficiencia la demostraba dando clases en tres colegios distintos de Madrid. Le recuerdo siempre con la misma chaqueta de cuadros y su calva cubierta, por decir algo, con unos ralos y largos pelos pegados milagrosamente sobre su brillante cuero cabelludo. Aunque su apariencia fuera la del típico profesor de aquella época, en realidad usaba métodos muy activos de enseñanza que nos hacían estar al día en todo cuanto nos enseñaba. Una de sus predilecciones era mandarnos tarea para casa en forma de pequeñas redacciones. Con apenas trece años ya teníamos, a principios de los setenta, algunas nociones del tipo de literatura preferido de Don Eduardo, el realismo mágico. Ese día quiso comprobar nuestros avances y nos exigió para el día siguiente un pequeño relato sobre ese tema.

Cuando Don Eduardo entregó los trabajos corregidos lo hizo sin decir nada, cada uno tenía unos apuntes de corrección escrito en rojo, todos excepto el de Gregorio Céspedes, un pequeño cuento sobre la vida de un niño con un lápiz mágico con el que creaba agujeros abismales allá donde pintaba un círculo negro. Cuando solo le quedaba por entregar esa redacción se acercó a Gregorio, se puso delante con aspecto amenazante y al dárselo le dijo con gravedad: “¡Si me dices de donde lo has copiado te apruebo, y que sea la última vez que intentas engañarme tan burdamente!” Gregorio agachó la cabeza y su gesto fue interpretado por el profesor como una sumisa confesión, pero por mucho que insistió no consiguió ni una sola palabra de Gregorio. Eso enfureció a Don Eduardo, y como castigo le mandó traer las veinte páginas siguientes del mismo relato.

Al siguiente día, al entrar en clase, tenía el profesor en su mesa las páginas del relato exigidas. Las leyó detenidamente antes siquiera de decir ni buenos días. Levantó la cabeza con parsimonia y le preguntó de nuevo a Gregorio: “¿De donde has copiado esto?” Pero esta vez Gregorio Céspedes no se arredró, al contrario que el día anterior levantó el gesto muy seguro de sí mismo y siguió tan callado como antes. Creo que solo había una cosa por la que Don Eduardo hubiera matado en esos días, y era por mantener su orgullo de profesor ante quien se atreviera a mancillarlo, y ese orgullo estaba siendo herido por un niñato del tres al cuarto delante de toda una clase llena de más niñatos ávidos de disfrutar ante el derrumbe vergonzoso del poder establecido. Eran días difíciles en Madrid, y su experiencia como profesor le dictó que más valía dejar el tema sin calentar demasiado el ambiente de la clase, pero estudiarlo a escondidas para dar su merecido en el momento adecuado al pequeño transgresor.

Desde esos días hasta el final del curso notamos un cambio en la actitud de Gregorio. Su gesto asustadizo ante los compañeros se tornó en movimientos seguros, su columna vertebral parecía haberse estirado milagrosamente, y a veces nos parecía que incluso se mostraba desafiante ante la mirada de Don Eduardo. Seguía sin apenas comunicarse con los compañeros, pero sus gafas comenzaron a prescindir de las exhaustivas limpiezas.

Mientras tanto, la ira carcomía por dentro al profesor, sin contar nada a nadie repasaba la bibliografía de los autores que él creía que pudieran haber escrito aquellos textos, Miguel Ángel Asturias, García Márquez, Uslar Pietri, Borges… pero no encontraba el dichoso libro. Eran días de censura y la mayoría de los libros interesantes había que localizarlos bajo cuerda en antiguas librerías del centro. Era un trabajo arduo pero impregnado por dos hermosos incentivos, el olor de esas librerías que tanto gustaba a Don Eduardo, y la idea reconfortante de la venganza. Día a día había pensado incluso en la construcción de las frases que le dedicaría al pequeño enemigo que un día le deshonró. Así pasaron dos años. Ya había perdido la pista de Gregorio Céspedes, pero no de su afrenta. Cada semana hacía un hueco para sus averiguaciones, y si un día tuviera suerte, ya daría con el alumno donde fuese necesario.

Una mañana de domingo soleada y fría se dirigió como cada fin de semana a las librerías que rodeaban a la plaza de Cascorro y a su bullicioso rastro. Había un interesante mercadeo de libros tanto antiguos como actuales donde disfrutar al tiempo que hacía sus pesquisas. Allí entablaba deliciosas charlas con los libreros con los que tenía una relación muy amistosa y amena. En una de esas charlas, delante de un mostrador, se quedó Don Eduardo de pronto lívido y con la mirada fija en un libro de la estantería a la espalda del librero, en su portada podía verse claramente un dibujo de un niño con una gran gorra y un lápiz inmenso cargado al hombro saliendo de la boca de un túnel. “Acérqueme ese libro, por favor…” Las palabras de Don Eduardo salieron a duras penas, llevaba dos largos años esperando ese momento. El librero se lo acercó extrañado de su reacción y el profesor lo abrió presuroso para inmediatamente comprobar el texto. Con las manos ligeramente temblorosas y la cara blanca fue comprobando y recordando cada una de las frases que aquel cabroncito había copiado en su día. Leyó por encima los dos primeros capítulos… “Eran de este libro”, pensó. Masculló para sus adentros todos los insultos posibles que se merecía un personajillo de tal calaña. Cerró los ojos y levantó levemente la cabeza. Intentó recordar las frases ya construidas en su mente para cuando se viera cara a cara con el impostor….pero le faltaban datos. Con la emoción no había caído en la cuenta de mirar ni el título del libro. Bajó la cabeza lentamente, lo cerró y se fijó en la portada: “El lápiz mágico, autor: Gregorio Céspedes”
Antoñín

4 comentarios:

Escuela de Letras Libres dijo...

No dejes de presentarte al concurso de los relatos, hombre, me encantan absolutamente todos.

Eva.

Raquelilla dijo...

Maravilloso relato, me recuerda a mi en mi cole... por lo de la timidez, si me hubiera dao por escribir, quién sabe, a lo mejor hubiera hecho una chirigota.
La niña está mejor, pero todavía no quiero llevarla a la guarde porque las pupitas no se han secado del todo.Nos vemos mañana.
Ra.

Anónimo dijo...

gente, que maravilla. Cuando me contasteis esto no pensaba que sería así. Me alegro `por vosotros.
Estaré pendiente todos los dias ahora que he conseguido entrar.
Nos vemos pronto. Y siento no haber ido el otro viernes al pinar,en fin ya sabeis que las cosas estan un poco tensas. Pero todo tiene solucion. Besitos a todas.Raquelilla, me alegro que la niña este mejor. Dala muchos besitos, que las pupas se curan con amor. ANA

Escuela de Letras Libres dijo...

Grasia tita, a ver si nos vemos mas amenudo, aunque sea aquí.
Ra.