martes, 10 de abril de 2007

Los ojos de Candela

Benjamín, aquí está lo que me has comentado en el taller. Me alegró mucho que te gustara. Taelmarte.
Antoñín

Luci siempre había disfrutado de su papel de madre. Su coherencia y sentido común le hacían ver con lucidez los fallos en la educación de otros niños de la edad de su hija Candela. Sin embargo, desde hacía unos días, horribles dudas comenzaban a mermar su seguridad de madre. Cada vez que iba con su niña al parque coincidía en un rato de charla con las jóvenes progenitoras de otros niños y niñas. Estaba acostumbrada a hacer de tripas corazón al ver el trato que recibía su hija por parte de algún que otro enano caníbal en los columpios o toboganes, pero siempre conseguía mediar con dulzura, paciencia y asertividad para evitarle a su tesoro las primeras amarguras de este mundo.
Para lo que no estaba preparada era para recibir los desinteresados y siempre bienintencionados consejos de sus jóvenes colegas en el banco del parque. “A tu hija se le va la olla, Luci”…”Yo creo que deberías llevarla a un psicólogo”… ¿”Te has fijado en lo que hace tu hija”?... “Eso no es normal”… Cada una tenía una frase igual de ocurrente y sin pizca alguna de deseos de hurgar en la herida que comenzaba a desgarrar el alma de Luci a pesar de su disimulo. Esas escenas se venían repitiendo cada vez que Candela se separaba de los demás niños para quedarse quieta y en trance mirando a un punto fijo y con los ojos abiertos como platos.
Su preocupación aumentó al ser informada de que en la guardería comenzaba a no hacer mucho caso de los juegos que le proponían y que también sufría de esos raros episodios en los que se abstraía mirando a sitios sin aparente interés, sobre todo hacia la ventana, donde lo único que se podía vislumbrar era una enorme obra de un edificio en construcción.
Luci prefirió no seguir alimentando los comentarios de la jaurí… perdón, del grupo de amigas del parque y pidió cita en un prestigioso centro de educación especial para que valoraran esos extraños comportamientos de su hija.
El día de la cita salieron temprano de casa. En la cara de Luci se adivinaba su preocupación y en la de Candela brillaban como siempre unos ojos inmensos, negros y alegres en los que nadie hubiera podido adivinar los problemas que parecía encerrar en su cabecita.
En el camino al centro se repitió el dichoso trance. Iban caminando de la mano cuando Candela se paró en seco con la cabeza medio levantada y con la mirada fija y perdida. Luci se paró al notar el tirón en su mano y siguió la mirada de su niña. Se angustió al ver que lo único que Candela podía ver desde allí era un capitel corintio sobre la columna de un edificio, nada que pudiera interesar a una niña de su edad. Tiró de ella con suavidad y siguieron caminando.
En el centro especializado les recibieron con amabilidad, y tras las explicaciones de Luci, una chica joven con bata blanca acompañó a Candela a un cuarto con una mesa grande y un espejo. Un señor con perilla blanca y de aspecto serio pero afable entró con la joven madre en un cuarto en penumbra desde donde se observaba todo lo que sucedía en el cuarto contiguo a través del espejo. Luci recordó las películas de policías y pensó en las bromas que habría gastado al respecto en otras circunstancias.
La joven doctora acomodó a Candela en una silla y sin desprenderse de su simpática sonrisa le explicó que iban a iniciar un divertido juego con unas cartulinas con dibujos. Con un gesto lento, como no queriendo alterar a Candela, le colocó sobre la mesa una cartulina con el dibujo de una vaca pastando. “¿Qué es esto Candela?”, le preguntó. La niña se quedó unos instantes mirando fijamente al dibujo, levantó sus expresivos ojos hacia la amable interrogadora y de nuevo los bajó para quedarse otra vez ensimismada. “Vamos, seguro que lo sabes”… ¿Qué es?”. La madre comenzó a preocuparse tras el cristal y el doctor intentó tranquilizarla con un gesto como quitándole importancia al asunto. Los segundos se hacían interminables y Candela seguía sin contestar. Pero Candela estaba pensando. Tras sus increíbles ojos negros circulaba una inocente duda: “Cabeza de cherolesa, patas de retinta, cuerpo de normanda y cola de angevina… Cómo le digo a esta señora que no sabe ni dibujar una vaca?”


4 comentarios:

Anónimo dijo...

me emocionó cuando lo leí por primera vez; igual ahora.

Has presentado algo en el concurso del Diario de Cádiz?

Benjamín

Escuela de Letras Libres dijo...

Sí, Benjamín. He presentado una cosita. Sinceramente no me veo en una lucha con posibilidades con la de gente que hay que escribe maravillas, pero me hace ilusión esforzarme para algo así. Ya te comentaré en el taller. Quizá el taller no sea muy académico en el sentido clásico, pero Miguel Angel sabe animar el cotarro y llevarlo en un sentido en el que no solo nos enseña sino que crea un ambiente en el que nos enriquecemos unos de otros. Taelmarte. Un abrazo.

Antoñín

Anónimo dijo...

SI SEÑOR, MUY BUENO. Y LO ESCRIBO CON MAYÚSCULAS.

M.Luz dijo...

Enhorabuena Antoñin!! , un relato que engancha desde el principio, con un final previsible y sorprendente al mismo tiempo. Nunca me han gustado los peritajes del cerebro de los niños (ni de los adultos). POr qué nos empeñaremos en vivir como monos amaestrados?

besotes, artista