Aquella mañana Dios se levantó malhumorado y me pidió de desayunar un par de huevos fritos con bacón…
Juan de Dios Vargas, Dios para los amigos, Belcebú para los enemigos. Tenía tal sangre fría y tan mala idea cuando alguien osaba a llevarle la contraria, que se hizo el líder de la aldea donde vivíamos desde bien temprana edad.
En una pared ajada del poblacho, a modo de alfombra de bienvenida, se podía leer con letra de niño: “Es mejor llevarse bien con Dios”, No era una propaganda católica, era la puritita verdad: Mejor llevarse bien con él, porque no eran pocos a los que había acuchillado. Decían que había dejado docenas de viudas, otros tantos huérfanos y cientos de aterrorizados campesinos que optaron por coger a la familia, un petate con gallinas y la dignidad hecha trizas, dirigiendo sus pasos hacia un futuro menos pendenciero.
Decían las malas lenguas que fue él mismo, quien en una noche sin luna, pintó casi a tientas aquella frase de bienvenida, forjándose su propia campaña de terror.
Sus amigos lo respetaban, más por miedo que por cariño, sus novias y amantes le temían más que a un perro rabioso, y daban por buenas sus infidelidades con tal de no enfrentarse a él. A ellas les bastaba con no mirarse a la cara cuando se cruzaban por las tres únicas calles de la aldea, ignorando con cara de desprecio a la que actualmente calentaba las sábanas bordadas por otras.
Le serví los huevos con bacón, ración doble de pan y media botella de tequila. Dios decía que no había mejor forma de proveer de gasolina al depósito de su corazón, para poder resistir el mal de amores que padecía. La única mujer que se enfrentó a él era hija del terrateniente local. La primera vez que la vio al pasar por su lado, la cogió de la cintura, y como hacía con cualquiera de las mujeres bonitas que osaban cruzarse por su camino, la besó en los labios, llenándola de babas libidinosas. Ella se dejó besar, pero tal como la soltó en la acera, le propinó una buena bofetada en los morros, le escupió en las botas de cuero recién estrenadas y con un golpe de melena se marchó. Quizás porque estaba acostumbrado a que todos le tenían miedo, se quedó fascinado con aquella mujer con tan mal carácter. Prometió casarse con ella algún día, y así los hijos nacidos de ambos, dueños de tremendos torrentes de mal genio, serían los amos del mundo.
Varios años más tarde, cuando la aldea tenía catorce calles, varios comercios y la pequeña tasca de madera pintada de colores que yo regentaba se transformó en un vulgar restaurante de menús caseros, entró Dios con varios de sus matones a desayunar lo de siempre. Venía regañando consigo mismo por la envidia que le consumía al ver que la hija del terrateniente viajaba en helicóptero junto a su marido, uno de los médicos más prestigiosos del país, visitando desde el aire todas las hectáreas de bosque que habían vendido a una maderera, la cual había pagado una fortuna por aquellas valiosas piezas centenarias. El helicóptero se posó en la laguna cercana. Bajaron para dar un paseo y despedir tan hermoso paisaje.
Mientras Dios desayunaba, uno de sus hombres le comentó al oído que ella estaba muy cerca. Tomó aire, siguió con los huevos y sentenció: “Al carajo, en cuanto termine con mi gasolina voy para allá”, dijo tocándose la pistola que llevaba medio asomada en el pantalón.
Todos nos pusimos a rezar, sabíamos que en breve la laguna se teñiría de rojo, pero esta vez sería sangre distinta, sería sangre de ricos. Todos vimos marchar al escuadrón para sentenciar su amenaza…Cuando llegaron, por suerte, el helicóptero ya no estaba allí.
Luciérnagacuriosa 12-2011
3 comentarios:
Muy buen relato, Luciernaga. Lo que dan de sí un par de frases sin mucho sentido.
Enhorabuena.
Luciérnaga, has conseguido un relato muy elaborado y casi se huele el aroma de campesinos y caciques. Muy bueno.
Muy bueno Luz. He notado cierto aire de moraleja y doble intencionalidad que me encanta.
Publicar un comentario