lunes, 14 de mayo de 2007

Cegato


Cegato

A veces ni siquiera podía adivinar si era de día o de noche. Su vida transcurría feliz aunque sin saberlo echaba de menos cosas de las que no tenía ni la más remota noción. La temperatura del agua era casi constante todo el año, y ni siquiera ese concepto del tiempo era algo que estuviera a su alcance. Se llamaba Cegato, y de su infancia solo creía recordar su bautismo... y su pila bautismal, la misma que a la postre se convertiría en su morada e incluso su hábitat.

Era una costumbre ancestral entre los humanos de aquella zona; los aljibes y pozos se mantenían limpios de algas y gusarapos a base de mantener en su interior a una pequeña tortuga. Se le introducía cuando era pequeña y allí se desarrollaban todas las vivencias del animal. Era costumbre también que algún que otro viajante apareciera por los pueblos con sus burros cargados de todo tipo de artículos para la venta e incluso con sacos llenos de esas tortugas en una curiosa venta ambulante de pequeños galápagos recolectados en charcas, lagunas y ríos. Un día se paró uno de esos vendedores ambulantes en la puerta de una enorme casa con jardín, allí crecían árboles frutales y arbustos, y todo tipo de animalillos pululaban por su fértil tierra. Tras unos instantes de regateo con sus habitantes consiguió que uno de los pequeños viajeros del saco se quedara en esa casa.

El pequeño de la familia jugó durante unos minutos con el animal recién llegado al hogar, luego su madre movió la losa del suelo, a un lado de la gran cocina, y tras bautizarlo con el nombre de Cegato lo echo al agua del aljibe. El hecho de que el animal a su llegada no abriera los ojos fue la causa del apelativo que luego sería su nombre. Durante toda la escena hubo un curioso testigo, ese que un día fuera también bautizado en el mismo sitio pero sin zambullida final. Era Pellejochoco, un perro tranquilo y grande cuyas piel alopécica y blanca originó el motivo de inspiración para su siempre ocurrente dueña a la hora de bautizar animales.

Cegato, en su diaria vida acuática, a veces tenía unos extraños sueños, creía que el cielo se le aparecía mientras descansaba, se veía nadando entre unos seres muy curiosos, con un caparazón de donde les salían las extremidades con las que nadaban y una cabeza con pico al extremo de un cuello flexible, y creía que era el cielo porque se veía feliz con esos seres extraños rodeándole en jocosas partidas de caza, y en esos sueños nadaba entre ramas buscando animalillos, y de vez en cuando sacaba la cabeza respirando aire fresco, y disfrutaba de la luz que incluso le llegaba a cegar en algunas de esas zambullidas de aire. Pero eran solo sueños. De la vida real solo recordaba, lógicamente, su mundo real, una habitación subterránea casi llena de agua, hecha de piedra, de unos cuatro metros de lado y un orificio en su parte superior cubierto la mayor parte del tiempo con una losa. De vez en cuando se desplazaba esa losa y aparecía un cubo atado a una cuerda, cuando caía el cubo al agua este se llenaba rápidamente y desaparecía de nuevo por la apertura. Ese era su mundo.

La vida transcurría con sosiego, pero sus fuerzas comenzaban a mermar. Cierto día, ya en su vejez, Cegato fue recogido por el otro ser de cierta importancia que él conocía... el cubo, ese que a veces entraba en su mundo. De pronto se encontró elevándose dentro de tan inesperado ascensor y pensó que había llegado la hora de su muerte. No sabía como se moría uno. Llegó a la conclusión de que quizás fuera esa la forma de morir y de luego elevarse a ese delicioso cielo con el que a veces había soñado. A medida que se iba acercando a la apertura, la luz del día le iba cegando en lo que él interpretaba como una celestial escena divina. Cuando estuvo ya en la cocina, y aunque la luz no era excesiva en la estancia, se encontró haciendo honor a su nombre quedando cegado por completo durante unos instantes. Una mano humana y ciertamente despreciativa le extrajo del agua y le arrojó hacia un lado de la cocina. Su cuerpo boca abajo se deslizó por el suelo sonoramente debido a la dureza de su caparazón, terminando en un interminable y húmedo efecto trompo que le hizo marearse y maldecir lo duro q resultaba morirse.

Al dejar de girar, y tras unos momentos de adaptación al celestial medio, sacó su cuello e instintivamente apoyó su cabeza en el suelo para hacer palanca y girarse. Cuando estuvo derecho abrió los ojos y se quedó extasiado. No era como lo había soñado, pero se alegraba de haber llegado por fin al edén. No dejaba de mirar a un lado y otro de la estancia, enorme para él, hermosa, luminosa... la cocina le parecía algo inmenso y grandioso. Tras unos instantes, y muy lentamente, se le aproximó husmeando Pellejochoco. El perro le acercó el hocico húmedo a su cara en un reconocimiento visual y olfativo. Cuando Cegato le vio acercarse hizo un enorme esfuerzo para estar a la altura de la situación y le dijo con toda la solemnidad que pudo: “Señor Dios omnipotente de las alturas, he deseado mucho tiempo este momento, le ruego admita en su grandioso reino de los cielos a éste su humilde servidor”

Fuera de la penumbra de la cocina, en el patio, el jardín florecía con todo su esplendor al principio de una primavera húmeda, soleada y llena de vida.

.


Antoñín





3 comentarios:

M.Luz dijo...

Pellejochoco que estás en los cielos.... que puntazo irreverente, me encanta. y cegato que es, una metáfora de los humanoides, en plan la taverna de platón?

Escuela de Letras Libres dijo...

Je je je... algo así, Mari Luz, menos dioses y más aire fresco!! Y de paso le hacemos caso a ese que dijo: "hay otros mundos..."

Raquelilla dijo...

Menos Benedictos y mas Carls Sagans, he dicho.
Ra