Aquejado de una polineuritis de origen alcohólico y enfermo de soledad, se paseaba cada día arrastrando sus babuchas de paño gris por entre las dos hileras de lánguidos cipreses que vigilaban el camino de entrada a la residencia. Desde un banco de fría forja de cara al sol, mi abuela y yo pasábamos sin prisa la hora de la visita, entre preguntas y respuestas, entre las mismas preguntas y silencios y miradas de soslayo a aquel hombre encorvado que parecía llevar en sus pies grilletes de acero.
Decían de Don Genaro que ingresó una mañana excepcionalmente lluviosa del mes de Junio, aquejado de una polineuritis alcohólica y enfermo terminal de soledad, en un estado lamentable y acompañado por su único hijo, el mismo que fue tragado por una alcantarilla aquel día del mes de Junio. Desde el día siguiente a su forzada llegada, Don Genaro no tuvo más ocupación que la de esperar día, tarde y noche que volvieran a por él. Cada mañana sin excepción preparaba la maleta como si fuese esa la última mañana que despertaría en aquella habitación, y después de su paseo, cuando se asomaba la noche y ya no podía cargar él solo con el peso de la decepción, la volvía a deshacer convencido de que esa sí sería su última noche.
Don Genaro, que tenía menos edad y más juicio del que aparentaba, se sentó en nuestro banco de fría forja una tarde hasta entonces idéntica a todas las demás. Sacó torpemente del bolsillo de su chaqueta una foto arrugada y nos la enseñó sin dejar de mirar al frente, simulando ignorar nuestra presencia. Al segundo la volvió a doblar y como si acabase de llegar, nos dio las buenas tardes y para nuestro asombro se fue por donde había llegado. A partir de aquella, repitió la misma operación cada una de las tardes de aquel que fue un verano caluroso como el que más, con la peculiaridad de que guardar la foto ya no era la antesala de su despedida, sino que pasó a ser el punto y aparte que abría paso al relato parsimonioso de la historia de su vida. Durante meses y muchos días compartimos el banco, la fresca sombra, nuestro tiempo y la parte de nosotros que la confianza fue descubriendo. Tan sólo la última tarde antes de su muerte olvidó enseñarnos la foto.
Reconocí a su hijo nada más entrar en la sala de velatorio, y sin embargo no parecía la imagen de la persona que durante tantos días habíamos visto impresa. Reuniendo toda la hipocresía que encontró en sus bolsillos, se acercó a su lecho, le dio un beso en su piel fría y lo abrazó el tiempo necesario para convencerse de que no derramaría ni una sola lágrima por más que se obligara.
-No se apure, le dije, su padre se fue aquejado de una polineuritis alcohólica, pero curado de soledad.
Decían de Don Genaro que ingresó una mañana excepcionalmente lluviosa del mes de Junio, aquejado de una polineuritis alcohólica y enfermo terminal de soledad, en un estado lamentable y acompañado por su único hijo, el mismo que fue tragado por una alcantarilla aquel día del mes de Junio. Desde el día siguiente a su forzada llegada, Don Genaro no tuvo más ocupación que la de esperar día, tarde y noche que volvieran a por él. Cada mañana sin excepción preparaba la maleta como si fuese esa la última mañana que despertaría en aquella habitación, y después de su paseo, cuando se asomaba la noche y ya no podía cargar él solo con el peso de la decepción, la volvía a deshacer convencido de que esa sí sería su última noche.
Don Genaro, que tenía menos edad y más juicio del que aparentaba, se sentó en nuestro banco de fría forja una tarde hasta entonces idéntica a todas las demás. Sacó torpemente del bolsillo de su chaqueta una foto arrugada y nos la enseñó sin dejar de mirar al frente, simulando ignorar nuestra presencia. Al segundo la volvió a doblar y como si acabase de llegar, nos dio las buenas tardes y para nuestro asombro se fue por donde había llegado. A partir de aquella, repitió la misma operación cada una de las tardes de aquel que fue un verano caluroso como el que más, con la peculiaridad de que guardar la foto ya no era la antesala de su despedida, sino que pasó a ser el punto y aparte que abría paso al relato parsimonioso de la historia de su vida. Durante meses y muchos días compartimos el banco, la fresca sombra, nuestro tiempo y la parte de nosotros que la confianza fue descubriendo. Tan sólo la última tarde antes de su muerte olvidó enseñarnos la foto.
Reconocí a su hijo nada más entrar en la sala de velatorio, y sin embargo no parecía la imagen de la persona que durante tantos días habíamos visto impresa. Reuniendo toda la hipocresía que encontró en sus bolsillos, se acercó a su lecho, le dio un beso en su piel fría y lo abrazó el tiempo necesario para convencerse de que no derramaría ni una sola lágrima por más que se obligara.
-No se apure, le dije, su padre se fue aquejado de una polineuritis alcohólica, pero curado de soledad.
Carmen.
4 comentarios:
niña qué historia más conmovedora...y con final gratificante. Fita
Te lo he dicho en tu blog y lo re`pito aquí, que relato corto más bien hilado y con ingenio. Me ha gustado mucho.
José María
Enternecedor relato en el que cualquiera podríamos ser protagonista.
Consigues meterme en tus textos como el hijo se metió su hipocresía en el bolsillo, hasta el fondo.
¡Joder Carmen! Quizás sea por la edad, pero la historia me ha llegado a lo hondo.Consigues lo que pretendes... y eso, es ser una buena contadora de cuentos.
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