lunes, 26 de enero de 2009

Hola a todos de nuevo. He estado muy liado con el trabajo, fuera de Cadiz y no he podido continuar en el taller. Si todo va bien l próximo miercoles vuelvo. Disculpadme si no he podido comentar vuestros textos, que si he leído, pero que no me he visto con tiempo de leer con suficiente paciencia para poder criticar. Os adjunto lo que creo que es ha sido un ejercicio del taller. Tal vez sea un oco largo, pero no he podido acortarlo.

RAY

Aquejado de una polineuritis de origen alcohólico, Ray B. estaba ingresado en el Sanatorio Municipal para alcohólicos del distrito de M. Cuando comencé a trabajar en febrero de 1964, Ray llevaba la friolera de veintinueve años ingresado. Según su expediente médico había ingresado en estado de delírium tremens a la edad de 65 años y con síntomas avanzados de polineuritis el 13 de diciembre de 1964. Lo habitual es que los pacientes pasen de seis a ocho meses hasta haber superado los síntomas de adicción, luego se les da el alta, aunque en muchos casos vuelven a pasar por el centro al cabo de un tiempo tras alguna recaída, pero permanecer casi treinta años era algo que no había visto en mi vida, así que supuse que debía ser un error. Los siguientes informes corroboraron las fechas. No entendía como un institución como aquella, que apenas podía podía pagar los gastos que suponía su mantenimiento, se permitía tener un enfermo, que además había superado hacía tiempo las adiciones, ingresado durante tanto tiempo. Sí, era cierto que seguía aquejado de polineuritis, pero había hospitales que podían atenderlo mejor que allí.
Era difícil encontrar a alguien que llevase tiempo en el sanatorio, el personal se renovaba continuamente debido a los bajos sueldos que se percibían y pocos me podían hablar de Ray. Me dijeron que en administración había una mujer solterona que debía llevar al menos tantos años como Ray. Me acerqué a la oficina que estaba en el ala mas vieja y oscura del sanatorio. Y allí, detrás de unos impertinentes y con un moño tan antiguo como ella estaba la Srta. R.
Hola, saludé. Buenos días doctor, sonrió. Quería preguntarle por un paciente, empecé a decir, cuando ella me disparó un discurso que parecía tener aprendido como una retahíla del colegio, interrumpiendo cada frase con una sonrisa con la que se aseguraba de si yo estaba entendiendo la historia de Ray. Efectivamente había llegado el 13/04/64. No se le conocían parientes y durante todo este tiempo nadie había preguntado por él. Sus papeles se habían quemado junto a los de otros muchos pacientes tras el incendio provocado en la antigua oficina de administración por uno de los 'borrachos' recalcó, así que no se podía hacer nada, y además dijo: es el único paciente que paga sus servicios y muy generosamente, y no vamos a permitir que se vaya, claro está, si él no quiere, terminó con una sonrisa.
Nadie parecía saber nada de Ray. La enfermedad lo había postrado definitivamente en una silla de ruedas y se había sumido en un silencio permanente.

La clave de estos sanatorios está en la rutina. La mejor forma de tratar a estos enfermos consiste en mantener un orden estricto, una ocupación constante para que no tengan tiempo de pensar en la bebida. Por la mañana una vez terminado el desayuno comenzábamos la terapia grupal, a la que siempre asistía Ray. Lo traían en su silla, y lo situaban en uno de los extremos del semicírculo que formaban los pacientes. Todos hablábamos por turnos hasta que llegaba su vez, ritualmente parábamos unos minutos para darle su oportunidad, yo le animaba a unirse al grupo, pero Ray permanecía detrás de su silencio, mirándome con sus ojos grises, acuosos y turbios, sin mover un músculo.
Interrogué a varios pacientes, a los auxiliares y todos coincidían: Ray podía hablar, pero no quería. Una vez finalizada la terapia, cada paciente tenía asignada una tarea acorde con sus capacidades: unos de jardineros, otros ayudaban en la cocina, otros en administración y así sucesivamente. Ray se limitaba a permanecer día tras día junto a una pequeña y por otra parte vulgar, fuente de azulejos que había en el jardín del sanatorio. Incluso los días que hacía mal tiempo los auxiliares lo llevaban a una galería acristalada que había junto al jardín y desde la que se podía ver la fuente. Me extraño este comportamiento y según pude averiguar, en las pocas ocasiones en las que había hablado era para pedir que lo llevaran junto a la fuente. Pensé que esto me podía servir para acercarme a él y un día le pedí al auxiliar que tenía que llevarlo que me dejara a mi.
Salimos al jardín, hacía un bonito día. La temperatura era agradable. Se podía escuchar el ruido de la fuente y el crujir de la grava bajo las ruedas de la silla. Algunos pacientes conversaban en el jardín mientra limpiaban las hojas de los árboles. Llegamos a la altura de la fuente y continué de largo.
Bueno, Ray. Hoy vamos a pasear.
Y entonces escuché por primera y última vez su voz. Grave, deformada por la enfermedad que le paralizaba parte de la cara. Fuente, dijo. ¿Cómo has dicho?, Ray. Fuente, repitió. No, hoy no vamos a la fuente, hoy vamos a pasear hace un día precioso. Y entonces empezó a sacudirse presa de unas convulsiones que le doblaban todo el cuerpo mientras prorrumpía en gritos y espasmos musculares hasta que terminó por orinarse encima. Me sentí observado por todos, varios enfermeros corrieron hacía nosotros, no sabía que hacer, sólo le pedía que se callara. Vi al director del centro que nos observaba desde la entrada principal. Finalmente le pusieron un tranquilizante y se lo llevaron a su habitación. La conversación que a continuación tuve con el director no fue muy agradable. Me pidió que me dejara de experimentos, que quien me creía que era, recién salido de la facultad e intentando descubrir que se yo qué, decía. Y que ya estaba bien de hacer tantas preguntas sobre Ray. Me conminó a mantenerme alejado de él y a realizar el trabajo para el que me habían contratado.
Al día siguiente volvió a la normalidad, salvo que Ray no vino a la terapia. Lo llevaron directamente junto a su fuente mientras yo lo miraba desde la galería.

¿Quien eres Ray? Yo me llamo J., Ray. Ese soy yo. Ahí afuera, detrás de esto muros esta Mary, mi chica, mis padres, también están F. y M. mis amigos. Ese soy yo, Ray. Yo soy J. Porque ellos están ahí. ¿Y tú quien eres Ray? ¿quién está ahí por ti?. Pasaron varios meses sin novedad, durante los cuales sólo averigüé lo que me dijo una de las auxiliares que lo lavaban. Ray tenía una pequeña bolsa negra de plástico del tamaño de un sobre de la que nunca se separaba. Ni siquiera cuando lo bañamos, doctor, dijo. Una vez se la quisimos quitar para dejarla junto a la mesa para lavarlo mejor se puso como cuando usted lo no lo llevó a la fuente. Lo estuve observando durante varios días y noches para ver si abría la bolsa, pero nunca la miró. Por lo menos en mi presencia. No se me ocurrió preguntar más a los auxiliares, por no parecer enfermizo y sobre todo por no ponerlos en apuros ya que tenían orden del director de no ayudarme más en mis pesquisas. No creo que el director quisiera ocultar nada, sólo le preocupaba no perder su fuente de ingresos. Los acontecimientos que siguieron así me lo confirmaron.

El trece de Abril de 1994 justo el día que Ray cumplía 30 años en el centro, se produjo el incidente con el que terminaría todo. El Ayuntamiento había recaudado nuevos fondos de un benefactor anónimo y había decidido ampliar el sanatorio con un nuevo dispensario. Una excavadora, siguiendo las indicaciones del plano del arquitecto municipal, demolió la fuente de Ray, porque ese era el lugar idóneo, según el arquitecto, para levantar la nueva edificación. Esa misma noche después de fuertes convulsiones murió Ray de un paro cardíaco. Estuve junto a él todo el rato, hasta que le cerré los ojos. La enfermera que lo preparó me entregó la bolsa negra.
Nadie reclamó el cuerpo y fue enterrado al día siguiente en una fosa común a pesar de mis quejas, en el cementerio de la ciudad. Al mes siguiente de su defunción se recibió puntualmente el ingreso. Yo seguía teniendo la bolsa guardada en mi despacho, esperando que por fin alguien apareciera para reclamar las pocas pertenencias de Ray. Cuando me enteré de que se había recibido el dinero supe que nadie iba a reclamar nada. Esa misma noche me encerré en mi despacho, cerré la puerta con llave para que no me molestaran y me preparé para averiguar quien era Ray. Me senté en la mesa, encendí el flexo y saque la bolsa de un de los cajones y la dejé frente a mi. Era una bolsa pequeña, gastada por el uso, no mucho mayor que un sobre de carta, sujeta por una goma sucia y muy manoseada. Parecía por el tacto que apenas contenía un par de documentos o fotos. Quite la goma con cuidado y desdoble los pliegues de la bolsa, pensando si realmente yo tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo, si ahora que no estaba aquí, yo podía inmiscuirme en su intimidad furtivamente como lo estaba haciendo. Los hombres somos curiosos por naturaleza y yo no me podía contener, quería ponerle nombre a Ray, quería conocer a su Mary, quería que también hubiera alguien para él ahí fuera. Dentro había solamente dos fotografías en blanco y negro muy decoloradas y un carta en un sobre viejo y mustio. Deje todo de nuevo en la mesa, todavía indeciso en seguir. Finalmente tomé la primera fotografía. Era un niño de unos cuatro años sonriendo con una pelota debajo del brazo junto a una fuente idéntica a la que había en el jardín. ¿Era Ray este niño? ¿Quién sabe? Sólo tenía cuatro años y cuando yo lo conocí tenía noventa y cinco. La otra fotografía estaba sacada en el mismo sitio, junto a la fuente. El niño le daba las manos a una pareja de jóvenes que sonreían a la cámara. El hombre debía tener unos veintiocho años. ¿Era Ray? Sí, podía ser. Daba el aire, la nariz pronunciada, las orejas chicas, como Ray muy atrás en la cabeza, pero tal vez parecía más bajo. La dejé junto a la otra para observarles de nuevo. La chica era guapa. La llamé Mary. Si eso debía ser. No se cuanto tiempo permanecí mirándolas, imaginándoles una vida. Por fin cogí el sobre, que parecía se fuera a romper en mis manos, me lo acerqué a la nariz, olía a Ray. Venía dirigida a Ray B., el remitente eran tres iniciales que apenas se veían: una P que también podría ser una R, una B y otra letra que no se distinguía. ¿Tenía derecho a leer esa carta? El ya no estaba aquí. Había elegido el silencio, pasar desapercibido. No, no podía abrirla, ya sabía suficiente con aquellas fotografías, para que quería más. Ya le había dado una vida a Ray. Me levanté encendía la trituradora de documentos y me deshice de todo. Adiós Ray, dije.


Alfonso

4 comentarios:

Pedro Estudillo dijo...

Admito que mi curiosidad de ser humano me hubiese vencido; yo hubiera leído esa misteriosa carta.... y ahora me quedo con la duda.
Pero te perdono porque también me gustan los relatos abiertos al lector.
A mí no me ha parecido tan largo, ya que lo has llevado muy bien hasta el final. Será un placer verte de nuevo por clase.

Anónimo dijo...

SENCILLAMENTE BUENO.

genialsiempre dijo...

Estuèndo relato, con intriga que lo hace corto.
Alfonso vuelve pronto que se te echa de menos.

José María

Escuela de Letras Libres dijo...

Te voy a reconocer una cosa: por lo general me da pereza empezar a leer un texto aparentemente tan largo, pero una vez comenzado se lee sólo. Llevas al lector con mucha habilidad hasta el final, disfrutando e intrigado, eso es todo un arte, enhorabuena.

Antoñín