O el fin del mundo o la salvación definitiva. Extraños augurios parecían vaticinar o lo uno o lo otro. Los pastores contemplaban pasmados aquellos extraños copos blancos que caían del cielo. Ni los más viejos del lugar recordaban haberlos visto jamás alfombrando el suelo de las áridas tierras de Belén. Tampoco se explicaban de dónde habían salido aquellas gallinas tan raras con las plumas negras y la cabeza calva, que parecían proceder del otro lado del mundo. Por si fuera poco, entre las piedras de aquellos caminos tan alejados de la playa, se veían conchas marinas e inesperadas caracolas. Del suelo habían brotado plantas con unos extraños frutos redondos y rojos y otros más alargados con muchos granos amarillos muy apretados entre ellos. A todos les parecieron plantas venenosas y nadie se había atrevido a probar aquellos frutos. ¡Una plaga! exclamaban aterrorizados los agoreros.
La respuesta al enigma vendría con la misteriosa luz que aquella noche de diciembre inundó el cielo desde lo lejos. Poco a poco se fue acercando y revelando como una gigantesca arca voladora que tronaba y gemía como un coro de diablos. Después de posarse sobre la tierra, sus puertas se abrieron bufando mil vapores. De su interior salió un hombre vestido con una armadura que le cubría todo el cuerpo y que escupía luz por los ojos. “Pertenezco a las fuerzas armadas de los Estados Unidos de la Tierra. Vengo a defenderos de vuestro enemigo: el malvado Tiranosaurio Rex”, repitió varias veces ante los aterrados pastores, con una voz que parecía salida de una vasija. Pronto descubrieron que sus palabras se referían al lagarto gigante que había sido visto por el lugar y que había devorado tres cabras, veinte conejos y un soldado romano. La batalla entre la bestia y el extraño individuo causó algunos destrozos en Belén, hasta que de improviso los dos contendientes cayeron sobre la tierra, aparentemente inmóviles. La tranquilidad duró muy poco, como anunciando el verdadero pavor que se desataría después. Fue entonces cuando los hombres y mujeres de Belén tuvieron claro que la moneda caería por la cara del apocalipsis. Lo confirmó la llegada de la que los pastores vieron como la encarnación del demonio. Era una mujer muy alta, de piernas espigadas, con una especie de túnica corta y ceñida que apenas ocultaba su desnudez. Llevaba un letrero grabado en la piel de la espalda que no se podía leer bien porque lo tapaba su melena rubia y larga. Entre los mechones se lograban distinguir las letras B y a. Los miembros de la infernal mujer eran muy rígidos y tenía un rictus sonriente tan forzado que sembraba la inquietud en quien la miraba. Iba saltando y derribando casas, pozos y palmeras, lanzaba piedras por los aires, tumbaba a hombres y mujeres, arrancaba sin inmutarse trozos del suelo ¡y hasta del mismo río!, aplastaba animales, incluso volaba a su antojo, arrugaba el cielo, rompía nubes y montes del horizonte… Su furia destructiva no tenía final. Hasta que de pronto una voz como surgida de otro mundo aplacó su ira de súbito: “¡Ay por Dios! Ya ha llegado a Belén el huracán Virginia. ¡Las niñas buenas no juegan así! Pero Daniel, vamos a ver, ¿por qué dejas a tu hermana sola con el portal?”
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