domingo, 17 de junio de 2007

Miedo de cigüeñas



Pepi abrió el armario como cada mañana. Repasó los vestidos como quien ojea una revista vieja. Se detuvo en el blanco estampado y se quedó pensativa observándolo como cada vez que abría el armario. No se le olvidaría nunca la reacción de su marido al vérselo puesto. En aquél momento pensó en quemarlo o tirarlo a la basura, pero ahora se alegraba de no haberlo hecho. Sabía que no lo disfrutaría nunca sobre su piel, pero al menos le quedaban sus ensoñaciones cada vez que lo veía.

Eligió el marrón de manga larga, como casi siempre, y se lo embutió rápidamente. El pequeño instante de oscuridad mientras se lo colocaba, ese momento de soledad y penumbra con esa tela ante sus ojos le parecía un suplicio. El miedo ya formaba parte de su vida, casi lo tenía asumido. Pero de vez en cuando se estremecía con detalles como ese. Sacó la cabeza del cuello del vestido como el niño pequeño que se asfixia ante su primera zambullida.

Solía ir a la iglesia a menudo. Hace dos o tres años decidió que esa sería su vía de escape, como antaño lo fue de su madre. Ese día, como casi a diario, se asomó desde el portal hacia uno y otro lado de la calle antes de salir. Le buscó entre los viandantes y no le vio. Se presignó, y con la mirada baja, pero sin perder de vista y de reojo a los que se le cruzaban, se encaminó calle arriba. Su andar era de pasos cortos y rápidos. Eran días ya primaverales, pero su gesto de brazos cruzados y caminar presuroso hubiera confundido a cualquiera. Sus gestos eran más apropiados a días fríos y grises.

Al pasar junto a la torre de la iglesia oyó el crotoreo de las cigüeñas, ese característico redoble que conseguían con sus largos picos retumbaba en el silencio de la soleada mañana. Pepi miró hacia arriba sin dejar de andar. De pronto sonaron las campanas. Una bandada de palomas revoloteó sobre su cabeza. La luminosidad del cielo azul hizo que las blancas aves parecieran negras con el contraste. Pero lo que más llamó la atención de Pepi fue la reacción de las cigüeñas. A pesar de que su nido estaba justo al lado de las campanas, éstas ni se habían inmutado al oírlas sonar. Se paró pensativa mientras las miraba. A veces tenía leves atisbos de meditación sobre el porqué de sus miedos. Su parte racional no entendía su sumisión. No entendía ese pellizco constante en su barriga, ni esos millones de gotitas de sudor frío con solo cruzar su mirada con la mirada airada de Pedro. Se planteaba una y otra vez que eso no volvería a pasar, ella era fuerte y no se dejaría avasallar ni humillar de esa forma. Pero esa era su parte racional. Cuando bajó los ojos tras mirar a las cigüeñas buscó de nuevo de reojo a su alrededor. No le veía por allí, podía seguir andando.

Al salir de la iglesia se cruzó con dos ancianas que se le acercaron. -¿Cómo estás Pepi?- Le dijo una de ellas –bien- les contestó ella. –tienes que animarte, salir más, búscate unas amigas y vive tu vida mujer, que te estás quedando en los huesos-. Pepi les sonrió sin ganas y se despidió sin más.


Las ancianas siguieron hablando entre ellas. – La pobre aun no lo ha superado- dijo una. –Si, eran uña y carne. Se querían mucho. Ya hace tres meses del accidente que se llevó a su Pedro. Su muerte la ha trastornado, aun piensa que en cualquier momento puede entrar por sus puertas, pobrecita… - le contestó la otra anciana.
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Antoñín

2 comentarios:

Raquelilla dijo...

Por un momento creí que se trataba de una mujer maltratada por su marido... al final me doy cuenta que el maltratador fue el destino cruel que le tocó vivir...
Ra

Raquelilla dijo...

Aun después de muerto ella conserva el terror y la monotonía de esconderse y ser sumisa, tal y como él la enseñó vivir.
PRESIOSOOOOOOOOOO
Ya lo pillé.
Ra