jueves, 28 de febrero de 2008

El aliento de Dios nos obnubila

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Estoy perdiendo fuelle. Últimamente me resulta muy difícil elevarme hasta el ventanuco que está en la parte alta de la pared. Al principio era como un juego, un alarde de fuerza, una flexión rápida y ágil y allí estaba yo, asomado y viendo la ladera verde del monte. Nunca pensé que la simple vista de un árbol viejo y medio seco pudiera llegar a ser tan importante para una persona. Aparte de las hierbas, algún que otro pájaro y las manos del carcelero que abre la trampilla para darme la escudilla, el árbol medio seco es el único ser vivo que veo desde hace meses. Pero cada día me cuesta más. Creo que mi alimentación es la causante. Mis brazos flaquean, y no lo digo solo en el sentido de perder fuerza. Me palpo la cara y me doy pena. Doy gracias a Dios de no tener espejos aquí. Voy a intentar mirar otra vez. Salto y me aferro al filo de piedra. Me imagino a mí mismo colgado de cara a la pared y dando la espalda al prisma que forma la luz que entra en mi celda. Me duelen los brazos. Mis dedos no son capaces de aferrarse al quicio del ventanuco. El dolor se me traslada a todo el cuerpo. No puedo más, esta tarde lo intentaré de nuevo, o mañana. Me cuesta incluso trasladarme a mi camastro. Me tumbo y me agarro las piernas con los brazos. Esta postura no es porque esté más ágil ahora, antes no hubiera podido acercarme las rodillas al pecho, ahora lo consigo por la falta de carne en mis miembros. A pesar del frío y la humedad, mi cuerpo se puede contorsionar aquí dentro por la libertad de mis articulaciones, mis rotulas no encuentran obstáculos, no hay magro que las detengan.

Hoy lo intentaré de nuevo. Si no consigo ver el árbol se que me volveré loco muy pronto. Estoy comenzando a no controlar mis pensamientos. Me sorprendo a mi mismo enredado en cavilaciones tóxicas. Ideas que se pasean por mi mente envenenándome por dentro.

Voy a intentarlo de nuevo. Parece que hay niebla. Desde aquí abajo se nota que la luz entra difusa. Mi padre decía que la niebla era el aliento de Dios. Que nos empañaba con una bocanada de aire de sus pulmones para obnubilarnos, para hacernos ver y pensar de forma diferente. Tengo que ver el árbol. Espero que desde aquí se pueda ver bien a pesar de la neblina. Doy un salto. Me cuesta mucho más que meses atrás, pero aquí estoy de nuevo. A duras penas me mantengo sujeto, pero ya veo difuminado mi árbol. Ya es mi árbol. ¡Y veo que ha florecido! Son solo unas pocas florecillas, pero está vivo. No estaba seguro, y ahora lo se con certeza; es un almendro. Puedo imaginar las gotas de rocío acumulándose en sus finos dedos, juntándose entre ellas para formar alegres goterones que juegan en los toboganes de sus ramas hasta fundirse con la tierra húmeda de su base. Veo que hay dos personas debajo de él. Parece que acaban de pasar una cuerda gruesa con un extraño lazo en su extremo por una de sus ramas. Esto de poder ver mi árbol me da vida. No se que hubiera sido de mí si no lo hubiera conseguido hoy. Incluso así, difuso, frío, casi pelado, es mi árbol. Y me da la propia vida.
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Antoñín

1 comentario:

Escuela de Letras Libres dijo...

No pinches en el "mogul" ese, es un virus.

Antoñín