domingo, 24 de febrero de 2008

melocotón

Melocotón

Desplegaba el abanico de plumas verdeañiles mientras paseaba contoneándose y tratando de comprobar con la cabeza enhiesta y altiva el efecto de su pavoneo provocador. Desde que se miró al espejo esa mañana descubrió en sus ojos el mismo deseo que exhibía descaradamente ese pavo real que presumido se cruzaba con ellos en aquel parque que había sido escenario de su relación juvenil.
Lo curioso es que no recordaba que en aquella época se le agolparan las ansias como hace un año, cuando después de tanto tiempo – mas de 10 quizás- la tuvo enfrente, en aquella mesa de un bar anodino, una mañana de verano especialmente calurosa . La miraba mientras hablaba no importaba sobre qué mientras siguiera su mirada en la suya y el pudiera deleitarse con los vaivenes de aquellos pechos que vibraban al son de sus palabras. Llevaba una camiseta roja que sonrosaba la blancura luminosa y sedosa de una piel que excitaba sus dedos al pensar en acariciarla. No se soltaba de sus ojos, verdes y brillantes que le hacían deleitarse con cada subida y bajada de sus párpados.
- ¡cómo se puede ser así, tan hermosa! dijo sin correspondencia aparente con la conversación que sostenían pero siguiendo la secuencia de su pensamiento.

Ella se levantó lentamente y sin perder su mirada tomó su mano y estrechándola amorosamente, le dejó un gesto de complicidad fugaz, mientras dijo: me marcho ya, nos veremos ¿escribirás, verdad?
Y de ese ayer, llegó este hoy y entre esos momentos la dicha y la alegría, la tristeza y el miedo se balancearon entre los dos al ritmo de sus cartas o sus silencios.
Hoy llevaba levantado desde las seis tratando de que la rutina diaria absorbiera el tiempo de espera hasta su encuentro. Sus gestos repetían los hábitos del quehacer cotidiano de un sábado cualquiera que sin embargo estaba viviendo con los sentidos desorbitados: olfateó el café dejando que el aroma se le colara y le inundara todos los conductos olfativos, paladeó la fruta con la destreza de un catador profesional distinguiendo tactos, texturas, colores, aromas y regustos de jugos y esencias y especialmente convirtió el aseo en un ritual iniciático. Frotó, jaboneó, aceitó, recortó, peinó, perfumó, afeitó, masajeó, flexionó, miró y retocó, se revistió y volvió a revestir hasta que se encontró pavoneándose delante de si mismo en el espejo grande del cuarto de estar.
Su ternura parecía desbordarse a través de su voz y de sus palabras. Había abrazado a su hija reteniéndola amorosamente, se había reído emocionado con la última inocencia de su hijo y en su mujer parecía haber redescubierto la complicidad a veces olvidada mientras ponían al día los asuntos domésticos.
No tenía intención de analizar el despropósito de estos sentimientos ni de cuestionárselos, los vivía y los quería vivir. Sentía que se los merecía y que no iba a impedírselos.
Con ese ánimo recorrió el trayecto hasta la estación de ferrocarril, convencido de que ese día era suyo y de que era el momento de vivir el amor de su vida.
No estaba nervioso ni impaciente. Se dejaba llevar por el recuerdo de su última conversación en el teléfono dónde le había dicho que deseaba verla y abrazarla. Eran las únicas palabras directas que le había confesado pues en sus cartas cuidaba su lenguaje mediante el tanteo y la insinuación escrupulosa. Jugaban a reiniciar una amistad pero se había instalado tanta química entre ellos que eran necesarios todos sus recursos lingüísticos para frenar el ímpetu con que las palabras de amor salían de su corazón. Se sentía respirándola y le cosquilleaba su piel tan sólo de pensarla.
Se vio buscándola con la mirada entre los pasajeros que descendían en aquella estación, se encontró con sus ojos y con su cuerpo entre sus brazos al recibirla, se estremeció cuando ella mantuvo el abrazo diciéndole que lo retuviera un ratito y ella notó como temblaba del miedo de saberla cerca.
Caminaron hacia el parque mientras el proponía un itinerario que había programado como un escenario laberíntico que les conduciría a encontrarse, a amarse. Incluso lo inesperado parecía contribuir a la escena programada. En una callejuela que los conducía al museo un músico tocaba una melodía de música antigua, la tomó de la cintura y bailaron unos pasos entrelazando sus cuerpos con sus miradas. Al pasar por la plaza la lujuria de los estantes de frutas alimentó la suya y no pudo resistirse a compartir un melocotón que mordisqueó delectantemente como si hubiera iniciado una maniobra de atraque en su cuerpo. Arrancaba cada trocito reteniéndolo entre sus dientes como comprobando la textura tersa y suave de su carne, saboreándolo como si tratara de sacarle todos sus aromas ocultos, tragándolo como si se estuviera produciendo una transubstanciación. Le estaba presentando sus credenciales.

Ella divertida le dijo: ¡Qué gozada verte comer fruta! ¿Qué quieres ahora?
Besarte, le contestó sin ser ya capaz de retener su deseo y dejó en su mejilla el primero de esos besos.
Se volvió mirándolo y desplegando toda su ternura se envolvió entre sus brazos. Besó una o dos veces su cuello y, cuando la promesa de amor parecía iniciarse, escuchó que le decía: Ya vale, ¿de acuerdo?, me marcho.
No tengo derecho, ¿Es eso?
La vio alejarse. Ella ya no contuvo sus lágrimas, riadas de lágrimas desbordadas desde el tiempo, desde aquel día, el primer día que amó su cuerpo hasta aprendérselo . Aquel día oyó como le decía desprendiéndola de su cintura que para él no significaba nada ese encuentro, que nada había sucedido entre ellos. Ya vale, ¿De acuerdo?, me marcho.

1 comentario:

Escuela de Letras Libres dijo...

Si no poneis la firma nos quitais la posibilidad de llamaros maestro o maestra. Magistral. Me ha encantado.

Antoñín