martes, 12 de febrero de 2008

SEPELIO ÍNTIMO

Cuando el cadáver de la abuela comenzó a oler mal, decidimos sin demasiados remilgos, que había que sacarla fuera de casa. Por más que apuré, el tiempo me alcanzó y no tuvimos más remedio que depositarla por unas horas en el patio trasero de la vivienda, hasta terminar con todo el trajín que conllevó ubicarla en su última morada.
El hecho de que dispusiéramos de una casa grande para una familia pequeña, compuesta solo por mis padres, mi hermano Pablo y yo, posibilitó que al enviudar bastante mayor, mi abuela por parte de padre, se viniese a vivir con nosotros, sin que ello conllevara un problema de estrechez espacial. Su llegada en cambio, vino a paliar un poco el endémico problema de nuestra verdadera estrechez, la económica, con el aporte de su pensión, que sin ser opulenta, tampoco era de las usualmente raquíticas.
La prematura muerte de mi padre, complicó más si cabe nuestra maltrecha situación. Aunque las contribuciones de mi progenitor a las finazas domésticas nunca fueron abundantes ya que su talante no era el de trabajador codicioso; trabajaba lo justo y si podía, o mejor dicho, si mi madre se lo permitía, no se afanaba por alcanzar ese nivel, dejando trabajo para que los demás lo pudiesen compartir y, lógicamente en proporción a sus esfuerzos, así eran los exiguos estipendios.
MI hermano, con 27 años, no había pegado lo que se suele decir un palo al agua, sin que arguyera causa física o intelectual, y aunque lejos de mi intención está el juzgar los comportamientos ajenos, supongo que la carga genética tendría algo que ver en el asunto.
En cambio mi actitud negativa hacia el trabajo, venía de un profundo razonamiento. Yo, desde que comencé a analizar los mecanismos que hacen funcionar a la sociedad, entreví que las reglas del juego eran tramposas: Unos, la mayoría, se ven obligados para sobrevivir, a trabajar para un ser de sus mismas características o sea una persona igual que él, quien vendiendo a su vez, a otras personas lo que aquel produjo, se lleva lo que alguien denominó plusvalías o lo que es lo mismo, lo que el común de los mortales conoce como beneficios. Esto desde mi racional óptica, lo considero una insufrible práctica injusta, con la que nunca he estado dispuesto a participar.
Cierto día, mi abuela cayó de bruces, y mientras mi madre y yo con gran sobresalto tratábamos de auxiliarla, nos mirábamos, pensando que la buena mujer había dejado este mundo sin previo aviso. Al momento, su pausada respiración nos hizo descartar los peores presagios, pero los zarandeos y cachetes que le dimos para lograr reanimarla, no consiguieron hacerla reaccionar. A partir de ese día quedó en un estado vegetativo, en el que su única comunicación era un tenue suspiro sonoro, que mi madre se empeñaba en identificar como un quejido.
El estado de mi abuela quedó estabilizado en esa especie de sueño perpetuo, y excepto para los que convivíamos en la casa, su existencia, con el paso del tiempo fue quedando en el olvido; las preguntas que los conocidos hacían sobre su estado de salud, se fueron espaciando, hasta prácticamente desaparecer.
Aunque en los primeros meses del letargo de la abuela, no habíamos hablado sobre el hecho cierto de su muerte cercana, estaba convencido que al igual que yo, tanto mi madre como mi hermano, reflexionaban sobre el particular. Una noche tras la cena, mi madre sin ningún tipo de rodeos, nos espetó:
-¿Habéis pensado de qué vamos a vivir cuando muera la abuela?
Ni mi hermano ni yo, fuimos diligentes en darle una respuesta, y es que ambos sabíamos los derroteros por donde derivaría la conversación. Yo opté por poner la mirada perdida en un estudiado gesto de preocupación, a la espera de que a mi hermano, se le ocurriese alguna contestación, ya que para eso ostentaba la jerarquía de primogénito, pero para mi sorpresa, la única sandez que se le ocurrió decir, fue:
- La abuela en ese estado, nos puede sobrevivir a los tres.
Esa frase tan absurda, exasperó a nuestra madre, que con tono iracundo nos echó el gastado roción, sobre nuestra indolencia para buscarnos un trabajo con el que ganarnos el sustento diario.
Alejado de la para mí, embrutecedora rutina laboral, los días los pasaba enriqueciendo el intelecto, mi afán por el saber era tan irrefrenable, que lo mismo leía un tratado sobre la preocupante proliferación en los ríos del mejillón cebra, que los prospectos del botiquín casero. Las culturas orientales, comenzaron a cautivarme desde que tuve la fortuna de leer un libro sobre la filosofía Zen. Religiones como la budista, la hinduista, el confucianismo, así como todo lo concerniente a la meditación trascendental, ocupaban un destacadísimo lugar entre mis lecturas favoritas. Cierto día, cuando devoraba un libro sobre Zoroastro, descubrí lo que podía ser la solución a nuestro sombrío futuro económico, sin tener por ello, que abdicar a mis profundas convicciones de índole laboral. En la ciudad India de Bombay, vive una comunidad étnica, llamada parsis, descendiente de los persas, que practican la religión zoroástrica, ellos consideran al cadáver humano como un cuerpo impuro, por lo que tienen prohibido que éstos contaminen a los elementos clásicos de tierra y fuego, de ahí que tengan prohibido enterrar o incinerar a los cadáveres, por ésta razón son llevados a las Torres del Silencio, lugar sagrado donde su carne es consumida por los buitres y una vez que los huesos toman el color blanco por la intervención de la lluvia, los vientos y el sol, son arrojados a un osario común.
Tras este sensacional descubrimiento, comencé de forma metodológica a intentar adaptarlo a mi peculiar entorno. Una vez que lo tuve todo analizado, de manera pormenorizada, me puse manos a la obra, con tal ahínco, que mi madre pasó de alegrarse, al pensar que por fin me había decidido a hacer algo productivo en al vida, a preocuparse por la forma obsesiva a la que me había enganchado al bricolaje. Yo, había tomado conciencia, de que el tiempo jugaba a nuestra contra, y que de un día para otro, nos podíamos ver en una comprometida situación.
Mi casa, era una construcción destartalada, de una sola planta, que mi padre construyó en la cañada que transcurría cercana al pueblo, para poder crear su hogar tras el casamiento con mi madre. Aunque construir en ese espacio estaba prohibido, él, como otros, carentes de los recursos necesarios para adquirir terreno dentro del municipio, optó por ignorar la legalidad. Estas construcciones, se encontraban desperdigadas por la cañada de forma deliberada, para que pasaran lo más desapercibidas posible. Esta circunstancia, posibilitaba en gran medida el poder llevar a cabo mi proyecto, a la que se sumaba otra de vital importancia: la ubicación a menos de dos kilómetros de la casa, del detestado vertedero de basuras.
Aunque le riesgo de que los vecinos pudiesen curiosear nuestra azotea era prácticamente nulo, no obstante, superpuse sobre los pretiles unas tupidas celosías, también me agencié unos troncos, para prefabricar una especie de parihuela, que dejé desmontada, presta para el día que fuere precisada.
Deseoso de guardar mi secreto hasta el momento preciso, las preguntas indagatorias de mi madre y hermano sobre mis trabajos en la azotea, las acallaba con la historia, de que estaba construyendo un observatorio para el estudio de las aves. Esto me lo inventé también, para poder justificar el diario alboroto que producían los graznidos de los cientos de gaviotas, que acudían a comer los desperdicios que diariamente les echaba.
A los tres meses de tener el trabajo terminado, la respiración de mi abuela se iba apagando poco a poco, ya ni siquiera podía emitir los acostumbrados quejidos, hasta que una tarde, dejó de existir, esta vez también para nosotros.
- Tenemos que llamar al médico para que certifique la defunción - dijo mi madre tremendamente apesadumbrada, mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de su raída bata. Mi hermano como de costumbre, contemplaba la escena sin ningún tipo de reacción, con una expresión bobalicona, como si aquella situación se escapara de su incumbencia. Cuando mi madre se dirigía de manera diligente hacia el teléfono, con voz queda, comenté:
-¿No pensáis que antes de tomar ningún tipo de decisión, deberíamos mantener un cambio de impresiones?-
Mi madre paró en seco, dirigiéndome una mirada interrogadora, mi hermano siguió sin inmutarse.
- Llamar al médico para que certifique la muerte de la abuela, conlleva que desde ese momento deja de ser persona para el Estado, y a las personas inexistentes, el Estado no le paga ningún tipo de pensión.- dije comenzando a hilar un discurso claro y coherente. Pablo de manera abrupta, cortó mi intervención diciendo:
-Creo, que es el momento menos adecuado, para que nos castigues con tus estúpidas teorías.
Hice caso omiso a la provocación de mi hermano, y proseguí desgranando mi plan. Conforme lo iba haciendo, mi madre abría desmesuradamente los ojos, como no dando crédito a lo que escuchaba y ponía la mano en su boca para evitar que se le escapara los improperios que hubiese deseado lanzarme. En una pequeña pausa de mi alocución, mi madre intervino para decirme:
- Hacer una cosa así, no es de cristiano, y yo diría que ni siquiera de persona, sea de la raza o religión que sea.
- Eso es la locura más grande que jamás he oído.- apostilló Pablo
- Supongo, que en tu cordura, tendrás pensado la manera de conseguir el dinero, que el mes próximo dejará de entrar en esta casa.- endilgué ofuscado a mi hermano.
Después del pequeño rifirrafe, intenté serenarme para poder seguir la exposición en tono conciliador, a fin de que mi familia recapacitase sobre nuestro inmediato y negro futuro, ganándolos para la causa. Yo insistía en que todo lo que habíamos podido hacer en vida de mi abuela, lo habíamos hecho, y que a la postre incluso después de muerta la tendríamos a nuestro lado. Por razones obvias, el cometido de las gaviotas en esta historia, la escamoteé para evitar aumentar el sufrimiento de mi madre.
Conociendo a mi hermano, observaba que mi disertación parecía que comenzaba a hacerle mella, pues su expresión pasó del desprecio a la preocupación.
MI madre mientras yo hablaba no dejaba de llorar y mover la cabeza como resistiéndose a admitir, lo inadmisible.
Cuando terminé explicación me dirigí a mi gente, preguntándole:
- ¿Que opináis de mi propuesta?
La partida apresurada de mi madre, hacia su dormitorio sin ningún tipo de contestación, seguida del sonoro portazo que dio tras de sí, lo interpreté como su negativa a seguir presentando batalla.
A mi hermano, que cabizbajo, parecía no haberse enterado de la pregunta, le di una amistosa palmadita en la espalda y le requerí a que me acompañara, dado que aún quedaba una larga y penosa faena por realizar. Nada preguntó porque debió comprender que su ayuda era necesaria, para tan ingrata labor.
Han pasado seis meses, los tres como en un pacto tácito, no hemos vuelto a mencionar el espinoso episodio. La azotea se ha convertido en un tabú; mi madre sigue sin pasar por la parte trasera de la casa, lugar donde se ubica su acceso; yo desde el día de los hechos no he vuelto a subir, y por supuesto mi familia tampoco; las gaviotas, hace tiempo que dejaron de acudir masivamente. La pensión de la abuela la siguen ingresando puntualmente en el banco. Mi hermano, aún no ha encontrado una motivación para decidirse a buscar un trabajo. En cuanto a mí, circunstancialmente, he tenido que cambiar mis preferencias en la adquisición de conocimientos, ahora estoy enfrascado en el estudio de la química, para encontrar el método más eficaz, que me permita culminar el sepelio de la abuela.

JUAN

1 comentario:

Pedro Estudillo dijo...

Muy bueno, Juan; lo que hacen algunos por dinero. Aunque pensándolo bien, peor es estar ocho horas detrás de un mostrador, de una máquina o en una oficina. Cuestión de supervivencia.
Nos vemos esta tarde, espero.