domingo, 7 de diciembre de 2008

La leyenda del tesoro perdido

“Cuenta la leyenda, que allá en la infancia de los tiempos, cuando aún el hombre vivía junto a los dioses y éstos lo trataban como a un semejante, existió un poderoso rey, el más grande entre todos los soberanos de la Tierra conocida, llamado Quian Chu. Se creía por entonces, que este importante monarca, amado y respetado por todos sus súbditos, era hijo y hermano de las más bondadosas deidades que en aquellos remotos tiempos concedían sus favores a los mortales. Su paciencia con sus iguales y su compasión con los inferiores, le elevaron hasta ese privilegiado lugar entre los imperecederos todopoderosos al que sólo unos pocos podían acceder.
Quian Chu no fue el único rey sabio entre los inmortales, pero sí que fue el último. Porque fue también bajo su reinado cuando el impredecible destino quiso que ocurriese lo inevitable. No se sabe cuándo ni cómo fue sembrada la semilla del rencor y la ira que por entonces brotó, lo único cierto es que este piadoso monarca tuvo que sufrir la humillación de huir de su país y abandonar a sus súbditos a causa de la envidia que suscitó en otro soberano vecino, de nombre Chan Tyen. Este otro rey, perverso y tiránico, no pudiendo soportar por más tiempo el desprecio que hacia él tenían todos sus ciudadanos, y movido por la envidia y la codicia, decidió conquistar por la fuerza el reino de su pacífico vecino, pensando que así podría obtener todos los beneficios que su enemigo ostentaba. Por supuesto, lo único que consiguió fue iniciar una época de dolor, odios y resentimientos, la cual provocó además la deserción de todos los dioses piadosos, quedando la raza humana desvalida y a merced del sufrimiento. Esa situación ha derivado hasta nuestros días, sin que se haya podido volver a encontrar la armonía perdida en aquellos tiempos.
Cuenta además la leyenda, que el desterrado Quian Chu huyó hacia las montañas nevadas buscando el refugio y la compañía de sus más cercanas deidades. Pero no se fue solo, con él marcharon sus más leales súbditos portando todo su tesoro más preciado y valioso, con la idea de evitar que el invasor se apoderase de él. Por aquellas escarpadas cumbres vagaron durante décadas morando en las más oscuras y sombrías cavernas, y se dice que fueron depositando parte de este tesoro en cada rincón que le ofrecía cobijo, dejando a su vez enigmáticas señales que mostrasen su exacto paradero, con la idea de que esta importante herencia de incalculable valor no se perdiese para siempre en el olvido.
Los más sabios aseguran que sólo una persona de corazón puro y nobleza sublime podrá descifrar y comprender estos arcanos símbolos que muestran el lugar exacto donde se encuentra oculto el tesoro extraviado. Y una vez que consiga hallarlo y devolverlo a su lugar de origen, será repuesto al fin en el lugar que le pertenece el inestimable y legítimo legado de Quian Chu, devolviendo a esta tierra el perdido favor de los dioses y acabando de una vez por todas con la ira, el odio y el rencor acumulados desde entonces.”

Fue así como me contó mi anciano abuelo aquella antigua historia, al igual que él la oyó de boca de su padre, y al igual que tantos otros la contaron desde tiempos inmemoriales, haciéndola sobrevivir hasta nuestros días. Confieso que, a mi corta edad, quedé extraordinariamente impresionado, como sólo un niño puede hacerlo. También recuerdo haberle agobiado con cientos de preguntas sobre aquel maravilloso tesoro perdido y sobre la plausible posibilidad de ser yo el héroe que lo encontrase y lo devolviese a su reino. Aquella remota leyenda desbordó mi imaginación de efebo inquieto; quería saber dónde se encontraban esas montañas tan enigmáticas, qué peligros me acecharían, cómo podría afrontarlos, qué tipo de armas necesitaría llevar y un montón de cuestiones técnicas más por las que tan sólo un chico curioso es capaz de preocuparse. Sus respuesta fueron también las que cualquier adulto ofrece a un menor ilusionado, totalmente intranscendentes y olvidadizas; excepto una de ellas, que quedó relegada en aquel lugar de la memoria reservado tan sólo para las grandes verdades y que a menudo suele confundirse con el olvido. Cuando le interrogué por las armas que debería de llevar para afrontar los peligros, él me respondió: “el hierro acerado no podrá acabar jamás con los temibles monstruos que campan por aquellos siniestros parajes, mi querido nieto. Solamente la perseverancia, la paciencia y una fe ilimitada podrán ayudarte a conseguir el éxito en tamaña proeza.”
Por entonces no comprendí muy bien a lo que se refería mi abuelo, yo prefería pensar en relucientes armaduras, grandes espadas doradas y poderosos escudos indestructibles, lo único que mi desbordante imaginación me decía que serviría para aniquilar a los crueles dragones alados o a los voraces gigantes de doble cabeza que sin duda custodiarían semejantes reliquias tan deseadas. Sólo el tiempo fue capaz de mostrarme cuanta razón tuvo mi abuelo; pero no quiero anticiparme, continuemos con la historia.
No fue hasta muchos años después, cuando mi querido padre expiró su último suspiro, que me decidiese a emprender aquel viaje tantas veces postergado. Nunca dejé de olvidar la dirección que me indicó mi abuelo, no podía ser otra, las escarpadas cordilleras con su nieve perpetua que señalaban los confines de nuestra civilización. Hacia allí dirigí mis imprecisos pasos; tan sólo era un muchacho ilusionado y con la sensación aún viva de tener todo el tiempo del mundo por delante. Había oído que muchos otros había partido antes que yo hacia aquellas montañas también con la misma intención de hallar algo muy valioso, pero nunca supe de nadie que regresase con ningún tesoro ni nada parecido, así que pensé que porqué no iba a poder ser yo el que lo consiguiese.
Por supuesto que no pude llevar armaduras ni espadas, porque no las tenía, ni tampoco tenía medios para conseguirlas. Me tuve que conformar con mi vieja navaja y poco más. Sabía que todos los viajeros que se habían atrevido a realizar semejante aventura lo hacían con equipajes muy escuetos y precarios; supuse que ello se debía a la dureza del camino y la imposibilidad de hacerlo portando una pesada carga, así que también yo decidí hacerlo igual. Tan sólo procuré proveerme de un buen calzado, un par de pellejos de agua y algunos sacos de arroz y otros alimentos que entraron en el petate.
El viaje hasta las montañas no fue tan duro como lo había imaginado; encontré buena compañía de otros jóvenes tan ilusionados como yo, y el paisaje era encantador. Nunca me faltó el aliento ni se apoderó de mi ánimo el abatimiento. Pero mi optimismo no tardaría en ensombrecerse. La ascensión por aquellos riscos escarpados y caminos serpenteantes y pedregosos, pronto mudaron mi semblante haciéndolo fúnebre y pesaroso, tornando lejana la confianza que había tenido en mis posibilidades desde que inicié el incierto camino. La fatiga se apoderaba de todo mi ser de manera precipitada. El horizonte se volvía por momento más y más lúgubre, la abundante vegetación fue dando paso a las piedras desnudas y afiladas, y los pájaros dejaron de escoltarnos con su trinar acompasado. Y para colmo, las distintas capacidades físicas de cada uno de mis acompañantes hicieron que nuestros caminos se separasen inevitablemente; la soledad también se adueñó de mi alma, convirtiendo el éxito de aquella insólita empresa en algo cada vez más remoto e ilusorio.
Pero aún así me sentí incapaz de dar marcha atrás. No había quedado nada en el camino que me hiciese volver, así que la decisión de continuar hacia delante tampoco fue muy meritoria. Tras arduas jornadas luchando contra el viento gélido que reinaba en las montañas y que me cortaba el aliento a cada paso, hube por fin de hallar aquellas místicas cavernas de las que tanto había oído hablar desde la niñez. Pero cual no fue mi sorpresa al comprobar que no me encontraba completamente solo; ¡allí habitaban personas! Seres extraños y taciturnos que apenas tenían relación los unos con los otros, y que además vivían en la más absoluta precariedad... aunque a pesar de ello, todos se mostraban felices y eran generosamente acogedores. Por supuesto que a estas alturas de mi vida no esperaba ya encontrarme con los monstruos imaginados en mi infancia, pero aquello me resultó altamente desconcertante. Pensé que si por allí había habido alguna vez algún tesoro, ya debería haber sido encontrado por estas personas, a juzgar por el tiempo que todos llevarían vagando por aquellos rincones, cosa que deduje por la extremada vejez de algunos de ellos, cuya edad resultaba del todo incalculable.
Y efectivamente así resultó ser. Todos ellos habían hallado ya el tesoro oculto de Quian Chu, y lo portaban consigo, en su interior. Tampoco tuvieron inconveniente alguno en compartirlo conmigo; esa era su misión. Durante largos años conviví con estos monjes ascetas portadores del mensaje de paz y humildad que había conseguido sobrevivir hasta nuestros días en aquellas montañas lejanas. Fue entonces cuando cobraron sentido las inescrutables palabras de mi abuelo, ya que sólo con una inquebrantable perseverancia, paciencia y una fe ilimitada pude reducir a los monstruos que habitaban en mi mente, y sólo entonces pude descubrir el importante legado de conocimientos y sabiduría que el gran monarca de la antigüedad dejó en este mundo. Legado que ahora me toca a mí transmitir a todo aquel que lo quiera escuchar.... Pero esto pertenece ya a otra historia.

3 comentarios:

genialsiempre dijo...

Pedro: Eres tremendo, ¡vaya relato bueno y bonito!. Lo he leido de un tirón, pero ahora necesito saber la otra historia, no nos puedes dejar así.
Gracias porque has amenizado un aburrido domingo.

José María

Anónimo dijo...

Ese legado hay que trasmitirlo...los que comparte toda la humanidad y nadie posee individualmente son los auténticos tesoros. Magnífico.
Fita

JUAN dijo...

Pedro : LA MÁQUINA DE ESCRIBIR.
Has logrado descifrar el misterio: el tesoro se consigue sin armas ni bagajes, y está mas cerca de lo que paensamos
Juan