viernes, 15 de febrero de 2008

Cuando el cadáver de la abuela...

Cuando el cadáver de la abuela comenzó a oler mal, decidimos sin demasiados remilgos que había que sacarla fuera de casa. El problema iba a ser cómo mover de allí a una mujer de más de cien kilos. Venancio propuso que la arrastráramos hasta la ventana y la tiráramos desde el piso de arriba, y luego ya la enterraríamos. Yo me negué a eso, pues así el cuerpo caería todo descoyuntado y se romperían los huesos, y no estaba yo dispuesto a contemplar aquel espectáculo. Y claro, no había por qué tomarla así con aquella pobre mujer que, al fin y al cabo, se portó bastante bien con nosotros. La pobre, a pesar de su fealdad, hasta muerta tenía la misma graciosa sonrisisilla que el primer día cuando llegamos a la casa. Creíamos que no había nadie, y la policía nos seguía la pista por unos cuantos chanchullos que habíamos tenido en Madrid, que por cierto nos habían dejado más miseria que beneficio. Así que nos vino como caída del cielo aquella casa en medio del bosque. Era grande, de madera de roble, parecía de alguien importante, pero estaba a pique de caerse. La puerta no tenía cerrojo, pero cuando entramos se oyó la voz de la mujer desde la cocina: “¿Desean ustedes algo?” Llevaba un camisón que debía de ser de los tiempos de Alfonso XIII, parecía bueno, era de franela pero estaba medio roto y lleno de manchas. Tenía el pelo todo descompuesto. Le dije que íbamos a la ciudad, pero nos habíamos perdido y necesitábamos un sitio para pasar la noche. Nos contestó que había dos habitaciones más en la casa, que nos podíamos quedar todo el tiempo que hiciera falta. Yo pensaba que había perdido algún tornillo acogiendo así a dos extraños, viviendo en un lugar ruinoso, infestado de bichos y devorado por la carcoma. La mujer olía a pocilga, debía hacer semanas que no se lavaba, y se paseaba con ropa harapienta. Creímos que estaba loca. Pero le cogimos cariño. Vivía con lo puesto, así que no podíamos desplumarla. Nos hacía de comer unos guisos que me recordaban a los de mi madre, nos trataba amablemente y se ofrecía a lavarnos la ropa. Uno es ladrón, pero esas muestras de ternura, no se pueden obviar, hombre. Pero, ¿qué hacía esa mujer allí sola? Y lo que era más raro: había un pueblo a poca distancia de allí y la gente le traía comida todos los días, sin escatimar: pollos, tomates, naranjas, pescado, hasta un cordero entero le regaló una vez un ganadero. Muchos se quedaban observando la casa escudriñando con la mirada cada tablón. Nos intrigaba todo aquello, pero la situación nos beneficiaba, así que decidimos hacer chitón.

Murió una tarde, pero en sus últimos momentos debió estar a gusto. Le encantaba la fruta confitada. Cogía una de las muchas latas en conserva que tenía y empezaba a zampar sin parar. Engullía como un gorrino. Y claro, a su edad, eso no debe ser bueno. Mi socio y yo estábamos fuera ese día y cuando llegamos no pudimos hacer nada. Nos la encontramos inmóvil y con la boca chorreando. Había cinco o seis latas vacías tiradas por el suelo.

Venancio dijo que buscáramos en la casa, que tenía que haber papeles de la vieja. Si tenía hijos, y nos hacíamos pasar por ellos ante el notario, quizás podríamos cobrar una buena herencia. O a lo mejor era una de esas locas que viven como un pobre y tienen escondido todo el dinero. Pero no encontramos nada. Ni papeles, ni joyas ocultas, ni el canto de un real. Sólo una llave oxidada, que parecía bastante inútil, en un cajón que tenía un doble fondo, en la mesilla de su habitación.

- Fulgencio, está mujer está seca. Más vale que nos olvidemos de herencias. Desde luego, no sé como se nos ha podido pasar esa idea por la cabeza, si vivía en una casa como ésta. Seguro que era una loca. Así que decide, o la sacamos de aquí, o yo me voy porque hasta las ratas están haciendo las maletas.
- Cállate, hombre – dije – no te pongas drástico. Además, no la podemos tirar ahí, como si fuera el “agua va”. Mira en el desván de abajo que igual hay una carretilla vieja o algo. Vamos al monte por la noche, cuando no haya pastores ni nadie del pueblo por allí.

Pero Venancio no encontró ninguna carretilla, así que no hubo más remedio que dejarla caer en el suelo e ir empujándola y haciéndola rodar, mal que bien, vuelta a vuelta por todo el pasillo. Pobre abuela. Claro que ella no se quejaba. En la escalera, Venancio se puso arriba empujando y yo abajo sosteniendo el cuerpo. Hacia la mitad, a Venancio le flaquearon las piernas y me dejó todo el peso. Si no me llego a apartar en el último instante, me habrían caído los cien kilos de muerto encima. Dios mío. El cadáver rodó a toda velocidad por la escalera como un barril enorme, formando un gran estruendo al golpear en la pared de enfrente.

- ¡Qué has hecho idiota! Por poco me matas. ¡Cómo habrá quedado la pobre mujer! Tú te crees que así podemos darle sepultura.
- ¡Tú tienes la culpa! Habría sido mejor arrojarla por la ventana. ¡Qué más da, si está muerta! Además, ni que fuera a parar a un panteón.

Cuando vi de nuevo el cuerpo, no pude más que santiguarme cien veces, ante la contorsión tan retorcida que había tomado. Pero cuando lo remolcamos, algo nos llamó la atención. La caída había roto una tabla del suelo que estaba floja y se levantaba fácilmente. Debajo había una caja de hierro, grande y con adornos muy barrocos, cerrada con un cerrojo. Y efectivamente, la caja se abrió con la llave que habíamos encontrado. Ante nuestras narices se presentaron una cantidad de billetes mayor de la que habíamos visto en toda nuestra vida de rateros. ¡Eso sí que era un buen botín! Todos aquellos pueblerinos estaban chantajeando a la mujer para quedarse la herencia. Más tarde supimos que era la hija única y soltera de un antiguo cacique de la región que había enfermado gravemente y antes de morir, había vendido las tierras y dejado el dinero a su mujer y su hija. Eso explicaba las miradas recelosas e interesadas de la gente cuando venía a traerle comida. Venancio dijo que dejáramos allí el cuerpo y la casa, cogiéramos el botín y nos fuéramos cuanto antes a Francia, o a Suiza. Me negué. No podía irme sin enterrarla. Eso no se le puede hacer a una persona cristiana. Porque uno será ladrón pero es decente.

David Verdugo

3 comentarios:

Raquelilla dijo...

Bueno, bueno de verdad, con que maestría has sabido seguir el hilo despreocupado y sarcástico del principio del relato. Me ha encantado, enhorabuena.

Escuela de Letras Libres dijo...

Ofú a mi me gusta un montón el relato, David,con esos dos chicos que son como esas dos conciencias enfrentadas que todos llevamos a cuestas. Ay que ver lo que ha dado de sí la abuela, la de historias distintas que han salido. A ver si te animas a hacer el resto de la tarea, que sería un placer leer cuantas mas versiones mejor.

Eva.

Escuela de Letras Libres dijo...

Muchas gracias chicas, por los comentarios. Se me suben los colores. Procuraré ir subiendo las tareas según vaya teniendo tiempo. Un saludito. David.