
- Buenos días, documentación.
- Pero hombre, que estoy currando… ¿Qué he hecho ahora?
- Lo siento, le tengo que multar.
- ¿Y por qué?
- Por dos cosas, lleva apagada la lámpara de estribor y tengo que contentar a Mauricio.
- ¿Mauricio?
El guardia sonríe socarronamente y le señala con la mirada a la parte de atrás del interior de la furgoneta.
- ¡Hostia, el Mauricio, el cubano profesor de salsa de mi mujer!
En el fondo de la furgoneta puede apreciar el blanco de los ojos del imponente negro. Éste se le acerca lentamente, le precede su enorme y brillante verga que se ilumina progresivamente con la luz que entra por el parabrisas.
- Felnando mi amol, ven que te voy a multal un poco…
Fernando pega un respingo y sale de su asiento hacia arriba. El techo de la furgoneta se estira hasta que lo atraviesa acompañado de un sonoro “flop” y sale disparado hacia las nubes. Cree que ya tiene bastante, aprovecha la dirección tomada y piensa lo que le dirá a Dios cuando se lo encuentre.
- ¡Che! ¿Dónde te crees que vas?
Un vozarrón grave y sereno le detiene entre unos cirros.
- Voy a ver al jefe… A... Dios. Me están pasando cosas muy raras. No será usted por casualidad… ¿No?
- ¿Tengo yo cara de Dios?
- No, usted no tiene cara.
- Pues eso, circule, circule…
Cuando baja a la avenida ya no está el guardia, ni la furgoneta, ni lo que incomprensiblemente le decepciona un poco… tampoco está Mauricio. Su nuca sigue mojada, y ahora también su espalda, pero sigue sin tener calor. Recuerda los paseos relajantes por la orilla y se dirige a ella por encima de un bloque de apartamentos. Al llegar a la playa no se lo piensa, cierra los ojos y hace un esfuerzo mental para aumentar su velocidad. En unos segundos se adentra en el mar a dos metros sobre el agua. El brillo del reflejo del sol sobre el mar es una rápida sucesión de escamas de peces brillantes. Disfruta tanto que no se da cuenta de que está adentrándose en el Atlántico cientos de millas. Ve un barco de pesca y se detiene sobre él, flotando a unos metros por encima de dos pescadores de impermeable amarillo. Los dos sacan las manos de las redes mojadas para saludarle afectivamente.
- ¡Con Dios, joven!
- ¡Con Dios, señores!
Se da la vuelta, aprieta de nuevo los ojos y comienza a volar sobre lo volado. En unos segundos ve el perfil de la ciudad. Sin doblarse ni un grado de su trayectoria, da con la ventana de la doctora De Brunner. Otro “flop” al atravesar el grueso cristal de la ventana y le entrega en mano el paquete.
- Firme aquí por favor.
Misión cumplida, ya se empieza a sentir mejor con el trabajo hecho. Cuando va a salir por la misma ventana es agarrado desde fuera por la camisa.
- No te me escapas, ¿qué te crees tú que estás haciendo aquí otra vez?
- ¡Coño Congui, no me agobies, que llevo una mañana muy chunga!
El Congui le da dos bofetadas, acerca su cara a la de Fernando y le da de nuevo otras dos bofetadas, muy suaves, casi cariñosas. Su espalda se moja aún más.
- ¡Congui cabronazo, no me des la vara!
Un sopor húmedo le invade la mente. Le pesa la cabeza. La tiene boca arriba y ya no la puede sostener. Se le cae por su peso hacia un lado. Se le moja la mejilla con la misma caliente y pastosa sensación que le mojaba la nuca y la espalda. Su nariz tropieza con un objeto amarillo que no puede ver claramente. Alguien le da una patada al objeto y lo separa de su cara. Ahora ya puede verlo bien... y leerlo:
¡Peligro!
Suelo húmedo